lunes, 21 de enero de 2008

Los Cómics de la Transición

La mayor parte de los jóvenes leíamos cómics, un género artístico que, al menos en España, ha desaparecido casi totalmente. Pero entonces fue un medio de comunicación generalizado y es lógico que así fuese. Ya he dicho que el punk mandó a tomar viento a los músicos y demás artistas que sólo pretendían demostrar su virtuosismo y, en cambio, reveló que cualquiera podía subirse a un escenario y tocar una guitarra si tenía algo que decir. Los valores estaban cambiando. Y el cómic, en contacto constante con la sociedad de su tiempo, se convirtió en un compañero honesto y presente en todas partes. Los autores de cómic no nos retirábamos a lejanos palacios de cristal para inspirarnos como los pintores: estábamos en la calle, junto a quienes iban a leer nuestras historias al mes siguiente. De hecho, publicábamos lo que ellos querían leer. Yo trabajé para El Víbora, Makoki, El Jueves y un sinfín de revistas menores. Al igual que todos los demás autores de cómic, nunca me aparté de esa línea. Y sigo llamando de tú a la calle.

Por supuesto, los cómics de entonces no eran una sucesión tonta de imágenes con un texto de apoyo. Respondían a una necesidad crítica, a las ansias de una parte de la sociedad de verse reflejada de una vez en alguna parte. Fue el único medio que prestó atención a aquella Generación Inexistente. Quizás por eso tuvo tantísimo éxito.

Durante aquella época hubo un montón de revistas de cómics a la venta. No conozco a nadie que pudiera comprar todas las publicaciones del mercado, aunque también es cierto que cada tebeo se ocupaba de una parcela concreta de la sociedad, de una tendencia, de una estética. El Víbora y Makoki, las revistas de línea más dura y quizás herederas de revistas como Star y El Rollo Enmascarado, atendían a la población marginal, a los punks, a los drogadictos y a los más salidos de madre. El Papus, precedente de El Jueves, era la lectura preferida de los que tiraban más hacia la política. En sus páginas, Carlos Jiménez, Ivà, Ja y otros cuantos autores criticaban la vida política de un modo inteligente y mordaz, muy al estilo de La Codorniz, Hermano Lobo o La Ametralladora de tiempos pasados. Y fueron tan explícitos que la extrema derecha, el 20 de septiembre de 1977, envió una bomba en un paquete a la editorial con intención de acabar con la vida de todos los dibujantes y guionistas de la revista. La bomba explotó antes de tiempo y, en lugar de reventar la redacción con todas las personas que había en su interior, se llevó la vida del portero del edificio, Juan Peñalver.

Más tarde llegó la exuberancia. Hubo de todo. Partiendo de Tótem, Blue Jeans y Boomerang, aparecieron tebeos de aventuras, de ciencia-ficción, de línea clara o simplemente de historias dispares. Así, Comix Internacional, 1984, Rambla, Bésame Mucho, Cairo o Madriz alimentaron la imaginación de muchos jóvenes de la Transición. Aunque ya he dicho que luego se acabó. Con la aparición del manga, en manos de las poderosas multinacionales japonesas, los cómics de autor fueron desapareciendo uno por uno. O los cómics a secas, debería decir. Porque nunca me cansaré de afirmar que el cómic, igual que el cine, es un arte de masas. Y el manga tiene que ver con las masas. Pero, en general, desde luego no es arte.

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