sábado, 26 de enero de 2008

La Música

Musicalmente hablando, una división simplista de lo que había en la calle durante los años de la Transición nos llevaría a decir que había una minoría a la que nos movía la música y una mayoría a la que le gustaba ir de fiesta. La cosa estaba muy clara. Sin duda, muchísimo más que ahora. La música conllevaba un modo de ver el mundo, una preocupación por la imagen, una postura y, si me apuran, incluso una tendencia política. Tanto fue así que a veces me he preguntado si no hicimos demasiado caso a lo que decían las letras de algunas canciones. La orgullosa marginalidad que reivindicaban ciertos grupos de rock llevó a muchos jóvenes a enfilar el camino del que no se regresa. Y cuando digo muchos me estoy refiriendo a una generación diezmada. Pero el riesgo es una parte fundamental de la libertad y en aquella época no estábamos dispuestos a renunciar a uno ni a otra. No sería digno, entonces, decir a toro pasado que no hicimos bien. Pudimos equivocarnos, pero no por ello debemos arrepentirnos de nada.

Hoy en día no puede hablarse de una división tan extrema. La diferencia entre jóvenes existe, eso está claro, pero no hay enfrentamientos directos entre las facciones como los hubo muy a menudo a finales de los 70. Unos y otros conviven en paz desde hace más de un decenio, se respetan, cosa que nosotros no hicimos. Y no es que no supiéramos hacerlo: es que ni siquiera quisimos intentarlo. Hoy la juventud no está tan radicalizada. De eso no hay duda. Hace un par de años estuve en una fiesta retro que organizaban los componentes de un grupo de rabiosa actualidad. ¿Alguien imagina una fiesta retro en la Transición? Imposible. Jamás hubiésemos respetado algo que ya estuviese hecho. Exigíamos vanguardismo en todo lo que nos afectase y, por supuesto, también en la música. Aparte de los que ahora son clásicos del punk como Sex Pistols, The Clash o The Stranglers, apareció un montón de grupos con personalidad propia y muy diferentes entre sí: Flyng Lizards, Pere Ubu, Virgin Prunes, Joy Division, Killing Joke, The Residents, Flash and The Pan, Magazine, Television y un sinfín de formaciones con ideas nuevas. Más que la calidad musical, buscábamos lo que nunca habíamos oído.

La música, entonces, formó parte de nuestras vidas. Aún existían aquellas máquinas de discos en las que, por cinco duros, podías oír una canción en un bar. Lo malo era que todo el mundo en el local oía la canción, claro, pero así eran las cosas. En más de una ocasión torturamos sin piedad al resto de la clientela haciéndole escuchar repetidamente nuestra canción favorita. Y nadie decía nada. Estábamos en nuestro derecho.

Tampoco todos los coches tenían aparato de música. De hecho, casi ningún vehículo lo llevaba de serie y teníamos que componérnoslas para llevar un loro a pilas o algo parecido que, por lo general, colocábamos en la bandeja de atrás o llevaba el copiloto sobre las rodillas. Sonaba a demonios, claro. Entre la dudosa calidad del aparato y los ruidos de los vehículos de entonces es fácil de imaginar el desastre acústico a que nos sometíamos, pero la música no faltaba. No podíamos vivir sin ella. Grabábamos los elepés en cintas de casete que se estropeaban con el uso, que guardábamos como un tesoro y que un buen día prestábamos a alguien y se perdían para siempre. Eso era especialmente doloroso cuando se trataba de una grabación de música variada, por ejemplo, porque la cinta era única. No había ninguna igual. Sin embargo, pese a la infinidad de grabaciones que llegamos a hacer yo tenía cientos de cintas personalizadas, a nadie se le ocurrió hablar de copias ilegales ni de derechos de autor. Al contrario. La cinta pirata era una tarjeta de visita del grupo de música, que se hacía famoso yendo de mano en mano y que, para cobrar, esperaba a que la gente decidiera comprar el elepé y acudiese a los conciertos.

Y en cuanto a los conciertos, eran toda una experiencia. No había tantos como ahora, desde luego, y cada vez que algún grupo extranjero incluía España en su gira nos parecía un regalo del cielo. Por lo general se acababan las entradas en seguida, pero eso no era un gran problema. No sé cómo, la gente que no tenía entrada se ponía de acuerdo para cargar contra los porteros del polideportivo y se colaban en tromba. Luego cargaba la policía, claro, lo cual era aprovechado por otro grupo de gente sin entrada para cargar por otra puerta o incluso para colarse haciendo un agujero en el tejado. Vi eso varias veces. En una ocasión, uno de los que se había colado por el techo perdió pie y cayó sobre la cancha. Supongo que se mató. Se lo llevaron en una camilla y a nadie le importó mucho. Los conciertos eran algo que nadie podía perderse. Valía la pena jugársela para ver a Lou Reed sobre el escenario.

(Sigue en La Movida)

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