viernes, 29 de febrero de 2008

Textos Libres. Lluis (3)

Lluis nos envía otro texto y nos habla de una de aquellas redadas de la Transiciónstsl duien recuerda "El conoci. He de recordar que uno de los personajes de la novela está inspirado en él y que, si alguien quiere saber cómo era Lluis entonces, no tiene más que mirar la foto de la cabecera de este blog. Es el de más a la derecha del lector, el tipo que está encendiendo un cigarrillo. Por otra parte, el pub al que Lluis se refiere en este escrito también aparece en la novela: su nombre ficticio es Bar Colores. Lluis aún no ha leído la novela y, por lo tanto, ignoraba este último detalle a la hora de enviar el texto. Por otra parte, yo también estuve en la redada que nos cuenta. Debía ser el año 1979. Y fue brutal. La policía se llevó a todo el mundo (mucha, muchísima gente), con la excepción de los camareros, el disc jockey (que era yo), un grupo de quinceañeros entre los que se ocultó otro de nuestros colaboradores de Textos Libres (JADQS) y dos chicas que estaban remendando los pantalones de uno de los camareros. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com.


Recuerdo muy bien (cómo no recordarla) aquella tarde-noche de verano. Estaba en aquel pub que frecuentábamos (justo enfrente del lugar de la foto de la cabecera de este blog).

Pasábamos allí todas las tardes que podíamos de los fines de semana, antes de ir a nuestra discoteca habitual. Nos reuníamos en aquel local para hablar, discutir, besar a nuestras chicas, escuchar música, leer (¿alguien recuerda «El Caracol Desplumado» de Kike?), cantar, beber, fumar y todo aquello que nos apeteciera y pudiéramos (que no era todo) hacer. Había unas mesas fuera donde nos reuníamos en grupo y entrábamos y salíamos continuamente, hablando con unos y otros. Cada uno tenía sus propios grupos, sus propios amigos, pero todos —o casi todos— nos conocíamos: gente de Barcelona, de Vilaseca, de Salou, de Reus, de Tarragona, de la Canonja. Había una camaradería increíble y resultaba difícil sentirse solo o aislado entre tanta gente conocida.

Yo había entrado y salido varias veces del local, sin suponer siquiera que alguien me había estado observando y se había fijado —entre otros— en mí (debió sorprenderle tanto entrar y salir y tanto ir de aquí para allá con unos y otros). En uno de los paseos entré en el servicio y, cuando salí, un colega vino corriendo y me dijo que fuera del local estaba llenito de policías (guardia civil, guardia urbana, policía nacional, secretas... todo un desplazamiento). Sin saber muy bien cómo actuar (a pesar de no tener, en principio, nada que ocultar), me senté ante la barra y, como intentando desconectar de toda aquella movida, pedí una birra. Debo confesar que estaba un poco incómodo porque no tenía muy claro qué podía suceder, pero la sensación no era muy buena.

De repente se me acercó un policía de paisano y me invitó a acompañarle fuera del local. La imagen era impactante: un montón de policías de todos los cuerpos posibles llevándose a la gente y metiéndolos en los vehículos que estaban estacionados en las dos calles laterales que llevaban al local. Por el suelo: papelinas, jeringuillas hipodérmicas, barras de chocolate, bolsas con pastillas, paquetes de tabaco medio destrozados, porros liados, botes de pope....

Me metieron en la parte trasera de un jeep y allí me encontré, entre otros, con una de mis mejores amigas de entonces, SD, que me miraba con cara de circunstancias y me sonrió, como intentando tranquilizarme (algo totalmente inútil; en esos momentos me sentía francamente mal).

En convoy, y con las sirenas rugiendo (como si fuéramos unos delincuentes), fuimos hacia comisaría y, al llegar, nos metieron en varios calabozos. Algunos agentes de la guardia urbana (que eran gente del pueblo y reconocían a algunos chicos y chicas que estaban metidos en el lío) intentaban tranquilizarnos, pero aquello pintaba mal.

Iban llamando a la gente y nos llevaban arriba, a las dependencias policiales, donde tomaban declaración. A un chavalillo (charneguillo, como decíamos nosotros) estaban intentando endosarle el muerto: una bolsa llena de productos de no se sabe qué procedencia (seguro que no eran del Carrefour). Y se oían gritos y jaleo.

Aquello me parecía realmente surrealista.

Había chicas y chicos muy jóvenes, realmente acojonados. Algunos pedían que les dejaran marchar, que no habían hecho nada y que, si sus padres se enteraban, los iban a matar.

Me tocó el turno. Un policía vació mi paquete de tabaco (y eso que era un Ducados), me registró, miró mi cartera (supongo que esperando encontrar los frutos de mi negocio) y me pareció algo desilusionado al no encontrar nada que pudiera incriminarme. En esas estábamos cuando otro policía pasó por nuestro lado, se paró, me miró y se puso a reír, preguntándome:

—Oye, chico; ¿tú no trabajas en la Oficina de Correos?

—Sí —respondí a secas.

—Y qué haces aquí? —preguntó de nuevo, todavía con más sorpresa, si cabe.

—Estaba en un pub tomándome una copa y, sin saber por qué, me han hecho salir a la calle y me han traído hasta aquí... Pero yo no he hecho nada...

El «policía bueno» miró a su compañero y se acercó para comentarle no sé qué. Luego le dijo:

—Suéltale... que este chico trabaja en Correos y me tramita todos los giros postales que envío cada mes a mis padres, al pueblo —todos eran del mismo pueblo de Andalucía—. Seguro que no tiene nada que ver. Es buena gente. Yo respondo de él...

Me sentí aliviado.

—Vamos. Cálzate y lárgate. No quiero volver a verte nunca más por aquí —espetó el otro— Y vigilia con quién te mueves... que éstos —mirando a los que permanecían en comisaría, entre los que había algunos conocidos míos— no son buenas compañías...

No lo pensé dos veces. Salí rápidamente de la comisaría sin mirar atrás y empecé a caminar sin rumbo fijo. Luego empecé a pensar en mis amigos, en mi amiga... me sentía mal por ellos y me preocupaba que les pudiera pasar algo, que no hubieran tenido la misma suerte que yo. Cansado y mosqueado por todo aquello, me fui a nuestra discoteca de siempre y allí me reencontré con algunos de mis colegas. A los pocos minutos aquello se había convertido en una anécdota más que poder contar.

El policía continuó todo el verano yendo a la oficina de Correos a poner sus giros… pero nunca oí que le comentase a nadie de la oficina lo que había sucedido en la comisaría.

jueves, 28 de febrero de 2008

Textos Libres. JADQS (2)


Después de fundar el grupo PASTEL, JADQS formó parte del mítico EL HOMBRE DE PEKÍN. Nos ofrece una crónica agridulce, como lo fue casi todo durante aquellos años. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com.



Quería seguir contándoos cómo vivimos entonces aquello de la música. Cuando volví de la mili (sí, ¡entonces era obligatorio tirar a la basura 14 meses de nuestras vidas de la forma más inútil!), aquella aventura musical de PASTEL había muerto. Catorce meses alejado del entorno eran muchos meses. O sea que busqué otras posibilidades de seguir con lo que entonces era mi pasión y la de muchos de los jóvenes de inicios de los 80.

En Barcelona, en Las Corts, muchos chavales teníamos inquietudes musicales y se generaron grupos por todos lados que ensayaban en locales de todo tipo (¡el tema del local de ensayo daría para un libro entero!). Tuve la suerte de codearme con Fernando (¡sí, el que comenta en el blog!). Éramos buenos amiguetes. Fernando cantaba que lo flipas. Ya tocamos juntos durante la aventura de PASTEL. Pero además, Fernando tenía un hermano... Pepe Sarto. ¡Un artista! ¡Un fenómeno de la música! Si hubiera sido yanqui o inglés lo compararían con cualquier supercrack. Un auténtico fuera de serie.

En 1983 tuve la oportunidad de coincidir en varias ocasiones con Pepe, ¡y le tiré los tejos!:

—Pepe, tenemos que formar un grupo, tío.

Al final conseguí participar en aquella genial experiencia que se llamó EL HOMBRE DE PEKÍN. Aún conservo algún casete con sus primeras composiciones. Genial. Poco a poco el grupo fue ampliándose y al final éramos casi una docena: Pepe, Panotxa (666), yo, Boris, Carlos Galiano, Fernando, Carlos Tosas, Jordi Dum, Marchetas, El Jefe… Y colaboraciones varias: Mónica (saxo de TACONES), el guitarra de DISTRITO V (en «Vidi va de caza»), etc., etc.

Durante los años que duró la aventura, mientras pudimos dedicarnos a nuestra pasión, lo único importante era juntarnos, ensayar y tocar. La música era la forma en la que desarrollábamos nuestras ansias de crear, de protestar, de comunicar. Desgraciadamente, en aquel momento no dimos con un buen padrino y las «circunstancias» llevaron a pensar cada vez menos en la creatividad y la musicalidad, lo que acabó por desmembrar el grupo. Lamentablemente, no todo era tan bueno en ese mundillo. No éramos realmente conscientes de los peligros de según que sustancias que, especialmente en el entorno musical, circulaban por todos lados. Dos componentes del grupo nos dejaron demasiado pronto. Muchos de nuestros amigos, hermanos y conocidos no están hoy aquí para contároslo. Y si pueden contarlo, muchos de ellos están o han estado realmente jodidos. Quien no tenía problemas de toxicomanía, los
tenía con el alcohol. ¡Un cuadro!

Pero mientras duró, fue una experiencia inolvidable y llena de satisfacciones. Es muy difícil describir, cuando la música es una pasión, lo que se siente al tocar en salas como Studio 54, Zeleste, Metro, Bikini, Hilarios, y en lugares como la Plaza del Sol (concierto memorable), y tantos otros sitios, ciudades, y pueblos (memorable viaje a Madrid en la Peugeot J5).

La música era algo realmente importante. Y los que pudimos dedicarnos a ello lo disfrutamos mientras duró.

Gracias Pepe.

Y gracias a todos los que participaron en aquella maravillosa aventura.

miércoles, 27 de febrero de 2008

Textos Libres. García (2)

García me ha vuelto a pedir que escriba por él, si bien en esta ocasión me suena la anécdota como si la hubiese vivido. No es raro. Se trata de una de aquellas redadas que la policía hacía en los bares a media tarde, cuando aún lucía el sol en la calle y la gente no había pedido la segunda cerveza. Supongo que lo hacían por dos razones fundamentales. La primera, para pillar a todo el mundo con el material que pensara consumir durante la tarde y la noche. Y la segunda, para fastidiar: en esas redadas no daban con nadie que pudiera tener más allá de un par de chinas de hachís. Si algún camello se había dejado caer por allí, seguro que iba más limpio que la Cenicienta y que la mandanga estaba escondida en los alrededores, en la guantera de un coche o en casa de algún colega. García nos recuerda una de aquellas redadas. O yo, ya no sé. Él cuenta la anécdota y yo la escribo. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com


Era una tarde de viernes. Mi hermano y yo fuimos a ver un concierto que iba a tener lugar en un bar de moda. Recuerdo que los músicos no eran punks, por ejemplo, o gente que hubiese podido atraer a tíos violentos o pasaos de vueltas, sino más bien pops, modernos o incluso mods; gente tranquila, vamos. De modo que no tenía por qué haber ninguna sospecha.

Al llegar vimos que el concierto iba a retrasarse y, en lugar de pedir las dos copas de rigor, preferimos salir a la calle a fumarnos un porro que llevaba mi hermano. Apenas teníamos más.

Como es natural no nos quedamos ante la puerta del bar para dar el cante. Dimos la vuelta a la esquina y justo a la entrada de una callejuela, donde creímos estar más a resguardo de miradas indiscretas, sacamos la china, el papel, el tabaco y mi hermano empezó a liar la movida. Creo que no pasaron ni cinco minutos cuando paró, frente a nosotros, un coche de la policía.

—Vaya, vaya, vaya —dijo el primer madero que se bajó del coche—, si nos van a invitar a un canuto.

Mi hermano tiró al suelo el porro a medio hacer. En seguida tuvimos a tres pasmas en torno a nosotros. Nos cachearon, vieron que no llevábamos más que una triste china que, por cierto, ni nos quitaron, y al final uno de ellos dijo:

—Bueno, ¿dónde lo habéis comprado?

Mi hermano no reaccionó. Se quedó en silencio, como bloqueado, muy quieto, en medio de un silencio de culpabilidad. El pasma añadió, muy tranquilo:

—Venga, hombre, dime algo, que me lo voy a creer.

Dijo mi hermano sin mirarle:

—En… En la plaza Real.

—¡Claro! —dijo el madero en broma a sus compañeros—. ¡En la plaza Real! ¡Como todo el mundo! Bueno, da igual. Estáis en el bar ese que hay al doblar la esquina, ¿no?

Mentirles habría sido una imbecilidad. Teníamos la intención de acudir luego al concierto y, si les daba por entrar y nos encontraban, íbamos a tener muy difícil una salida airosa. O sea que dijimos que sí, que estábamos en el bar. Un poco más tarde nos dejaron en paz, liamos el canuto que nos quedaba y fuimos al concierto.

Todavía tardaron un poco. Los músicos se hicieron de rogar, pero al final salieron a escena y rasgaron las guitarras para indicar que empezaba el espectáculo. En ese momento se encendieron todas las luces, quitaron el sonido y entraron en el local tres o cuatro docenas de policías.

—¡Todo el mundo a la barra y nada de movimientos raros!

Mi hermano y yo nos miramos como diciendo: No podemos tener tan mala suerte. Fuimos hacia la barra y nos apelotonamos con los demás clientes. Los policías iban pasando ante la gente y después de señalar a un tipo, por ejemplo, le decían:

—Tú, fuera.

El tipo se iba a la calle y los pasmas seguían su ronda de sospechosos. Ante nosotros pasaron dos de los policías de antes. Casi ni nos miraron, como debían hacer con los delatores. La verdad es que me sentí mal, aunque por otra parte supuse que la redada debía estar planeada desde hacía ya tiempo. Era imposible que hubieran montado todo el tinglado en el mínimo tiempo que había transcurrido desde la detención e la calle y el inicio del concierto. Mientras tanto los policías iban señalando y llevándose a más y más gente.

Recuerdo muy bien que un madero, vestido de uniforme y con la metralleta colgada del hombro, se acercó a un tío de complexión fuerte y barba y le dijo:

—Tú, fuera.

El tío ni se inmutó. Cogió su cubalibre y se atizó un lingotazo antes de responder:

—Enséñame tú la placa.

Era una provocación sin sentido. El pasma sacó la placa del bolsillo y llamó a un par de compañeros como diciendo Aquí hay carnaza. Luego le dijo al cliente de barbas:

—Venga, vamos fuera.

—Espera a que acabe el cubata.

Al cabo de dos segundos el tío estaba literalmente rodeado de policías. Con mucha tranquilidad, sabiendo de sobra que le iba a caer una paliza de muy señor mío, se puso a beber el cubata sin peder de vista la mirada del primer madero. Cuando acabó el cubata lo esposaron y se lo llevaron. Poco más tarde se fueron todos los demás y hubo como un suspiro general de alivio entre los que quedamos en libertad. El guitarra del grupo estaba nerviosísimo, el cantante dijo que no tenía ganas de juerga y, al cabo del rato, mi hermano y yo nos fuimos a casa a ver una película hedionda por la tele, asqueados, sin oír el concierto y sin haber disfrutado de los canutos, de las cervezas, ni de nada de nada.

martes, 26 de febrero de 2008

Textos Libres. Lluis (2)

Lluis vuelve a la carga con un texto que arranca en los últimos momentos del franquismo y acaba con su experiencia personal cuando el 23-F. Creo que hoy es muy difícil imaginar un golpe de Estado al viejo estilo de entrar en el Congreso pegando tiros. Pero aquel día de 1981 sucedió, quizás por última vez en la historia, y fue muy intenso. Desde mi punto de vista sólo se ha dado otra ocasión en que la intensidad originada por la política haya llegado tan lejos durante la democracia. Me refiero a la gestión repugnante que el Partido Popular hizo de los atentados de Madrid desde 11 hasta el 14 de marzo de 2004. Únicamente el 23 de febrero de 1981 observé una tensión parecida en la gente. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com

Voy a contar algunas experiencias que, aunque posiblemente no reconozcan muchos de mis amigos de generación, viví en los últimos años del franquismo y primeros de la transición política.

Yo soy el cuarto de cinco hermanos de una familia burguesa, tradicionalmente católica y de buena posición económica. Estudiaba en La Salle, iba a misa todos los domingos con mis padres y hermanos, teníamos negocio propio y vivíamos en el centro de la ciudad, en una casa que había sido de unos marqueses y que adquirieron mis bisabuelos. A pesar de ello, éramos más de izquierdas que de derechas (en la Transición, mi padre, por ejemplo, simpatizaba más con el PSOE que con la derecha) y entre mis hermanos había militantes de la LCR, el PSAN o las plataformas universitarias. De ellos aprendí el por qué de la lucha política de izquierdas y el amor por la lectura.

La música que escuché, los libros de leí, los conciertos a los que asistí, fueron una muestra más de lo que comento. Musicalmente hablando, por ejemplo, recibí influencias de gente tan dispar como: C, S, N and Y, Bob Dylan, Joan Baez, Donovan, Simon & Garfunkel, y otros como Los Beatles, Los Moody Blues, Rolling Stones, T-Rex o Gary Glitter... y, sobre todo, de todos los cantautores protesta posibles de la época de la lucha política contra el franquismo.

Ocurrían cosas tan emocionantes como recibir, en una paquete muy bien envuelto y pasado de mano en mano como si fuera droga, un casete con «La Cantata de Santa María de Iquique» (de los chilenos exiliados en Francia, Quilapayún) que mi hermano mayor guardaba muy cuidadosamente porque estaba más que prohibida y, si se la encontraban, le podía caer el pelo (por cierto, la imagen del Presidente Allende y de aquel fatídico 11 de septiembre es imborrable de mi memoria); o ir a buscar a Andorra los discos prohibidos confiando en que no fueran encontrados por la policía (de los ya nombrados Quilapayún, de Paco Ibáñez, Violeta Parra, Víctor Jara...); o asistir a conciertos multitudinarios en Canet de Mar (BCN): Les 6 hores de Cançó o las 12 horas de Rock. ¡Cuantos recuerdos! Allí, sentados, en aquella impresionante explanada habilitada como zona de conciertos, rodeados por banderas de todas las nacionalidades y colores políticos (recuerdo unos policías corriendo detrás de un grupo de chicos para quitarles una Ikurriña). Para llegar se tenía que pasar por un estrecho camino mientras nos «custodiaban» unos picoletos armados. Y ya allí, sentados, veíamos pasar cientos de jeeps cargados de policías, por detrás del escenario, rodeando aquel impresionante solar donde nos reuníamos gentes llegadas de todas partes para escuchar a los cantantes de entonces (Elisa Serna, Lluís Llach, Quico Pi de la Serra, Sisa, Pablo Guerrero, Luis Pastor, Aute...). Los que no iban era porque estaban prohibidos y no se les había permitido actuar. Y todos juntos, por la noche, cantando aquellas canciones como una sola voz. Aquel estruendo de voz nos hacía sentir afortunados por vivir momentos únicos e irrepetibles y también hacía que nos sintiéramos invencibles a pesar de que Canet estaba, literalmente, tomado por la policía. En aquellos momentos (y tal vez ya nunca después, al menos de aquel modo y con aquel sentimiento) nos sentíamos libres (aun no siéndolo) y poderosos, capaces de cambiarlo todo y llenos de esperanza.

También recuerdo las reuniones en el «Centro de Lectura» para charlar, organizar asambleas y actos de protesta, escuchar a los cantautores locales o ver películas en el cine club, la emoción de tener un lugar propio y común a tanta gente de tan distinta ideología y condición. También se iba como punto de reencuentro después de las manifestaciones, cansados por las carreras, con los corazones palpitando a toda velocidad o magullados si habíamos «recibido» de los grises.

Mucha gente se la jugaba cada día y a cada instante por sus ideas políticas, por la música que escuchaba, por los actos y conciertos a los que asistía; pero todos los que participaron de todo aquello se sentían envidiosamente vivos y fuertes, con toda la energía y poco miedo. Eso tal vez sea inherente a la condición de ser joven, la dificultad de asociar los actos que uno secunda con el peligro que eso pudiera ocasionar.

Avanzando en el tiempo recuerdo también, tras vivir experiencias gratificantes y cuando parecía que todo estaba empezando a normalizarse, el 23 de febrero.

Yo estaba, por aquel entonces, trabajando en Correos, en la sala de clasificación de correspondencia. En una sala contigua estaban dos de nuestros compañeros escuchando la radio (como cada tarde) mientras trabajaban. De repente entraron a nuestra sala, pálidos y asombrados, claramente asustados y comentando que, por la radio y desde el Congreso de los diputados, se habían escuchado disparos y que la guardia civil y los militares habían tomado el Congreso y tenían secuestrados a todos los asistentes a la sesión de aquella tarde. Nos quedamos literalmente paralizados y sin saber qué hacer. Se hablaba del toque de queda, del levantamiento del ejército, de un posible golpe de Estado...

El compañero más mayor dijo entonces:

Vamos a terminar nuestro trabajo, a dejar esto en buenas condiciones y vamos a irnos todos directamente a casa. No os paréis en ningún sitio ni habléis con nadie. Cuando lleguéis a vuestras casas, ponéis la tele o la radio y a ver qué dicen.

En la radio, por cierto, sonaba música clásica y, mudos, terminamos el trabajo, recogimos nuestras cosas, nos despedimos de nuestros compañeros (sin saber si íbamos a volver a vernos, sinceramente) y nos fuimos.

Recuerdo haber dejado atrás la oficina de Correos, una última mirada a aquel edificio y a mis compañeros que iban en otras direcciones. Recuerdo que era de noche y que la ciudad estaba totalmente desierta. Caminé tan rápido como pude y no recuerdo si me crucé o no con alguien. Cuando llegué a casa encontré a mi madre y a mi hermano mayor pegados a la tele. Hablamos sobre aquello con rabia y tristeza y mi hermano mayor empezó a quemar papeles «comprometidos». Yo le ayudé, tenía prisa por hacer desaparecer todo aquello. Fueron unos minutos largos y muy tensos y confieso haber pasado mucho miedo. Yo tenía a unos tíos y a unos primos en Valencia. Supimos lo del ejército por las calles. Todo me pareció una pesadilla. Estaba a punto de ir a la mili y pensé que era, sin duda, el mejor momento (siempre queda espacio para la ironía cuando uno lo esta pasando mal).

Creo que todo se precipitó con bastante rapidez: El discurso del rey, la normalización de las comunicaciones y los medios, la calle (muchos salieron a la calle aquella noche para luchar por su libertad y sus derechos, para demostrar que no iban a permitir que aquello siguiera adelante...) pero, a mí, aquello se me hizo eterno.

Pienso que todos tenemos la secuencia exacta o bastante aproximada de lo que pasó.

Soy consciente de que, durante bastantes años, vivimos con aquella sensación de amenaza constante y, en mi caso, eso se hizo más patente al tener que incorporarme al ejército. Me tocó hacer la mili en León y Valladolid, donde columnistas de la prensa afín al antiguo régimen, algunos altos mandos del ejército y también conocidos «personajes» del tejido social de la ciudad, nos «amenazaban» con nuevas sublevaciones si las cosas no sucedían según sus propósitos. Pero también aquello se fue normalizando con el paso de aquel año y del posterior.

lunes, 25 de febrero de 2008

Los personajes reales de la Transición


La Transición, como cualquier otra época, contó con unos personajes propios y característicos que vivieron aquellos años y después fueron diluyéndose hasta desaparecer. Sería imposible imaginar a alguno de ellos en el mundo de hoy en día. Del mismo modo que durante los años 50 podemos encontrar al pluriempleado con familia numerosa, cuatrocientas letras por pagar y una única gabardina para el invierno, después de la muerte de Franco fueron tomando forma unos individuos acordes con los nuevos tiempos. Algunos de ellos pasaron sin pena ni gloria y otros, por su peculiaridad, fueron reflejados magistralmente en los artículos de las revistas críticas, en el cine, en las novelas y, sobre todo, en los cómics. Es el caso, por ejemplo, de Martínez el Facha.


Si Carpanta representó al hambre del franquismo y Pepe Gotera y Otilio a la inevitable chapuza española, Martínez el Facha fue el símbolo de la decadencia del régimen, el más claro coletazo de unos valores que a cada minuto eran más anacrónicos. Su creador, Kim, dio en el clavo con el personaje. Martínez el Facha no era un fascista en el sentido estricto del término. Era un franquista; es decir, un ignorante, un paleto que flirteaba con la parafernalia nacionalsocialista sin haber leído el Mein Kampf y sin saber de qué iba realmente la ideología, un defensor de la Iglesia, del caudillaje por aclamación, de la patria inmortal y, por lo tanto, de la costumbre, la tradición y demás principios nacionalistas. Porque, por si alguien lo había olvidado, Franco fue nacionalista, como lo fue Mussolini y el propio Hitler. No obstante, Kim no cayó en la trampa de confundir nazismo, fascismo y franquismo. Estaba caricaturizando a un hombre real, a un tipo de hombre, al franquista puro. Si en algo se equivocó fue en haber prolongado innecesariamente la vida del personaje. Los jóvenes actuales no pueden concebir que existiera un individuo semejante y supongo que ven a Martínez como un monigote sin relación con el mundo real. Pero Martínez el Facha existió. Del mismo modo que existió Torrente, el brazo tonto de la ley de santiago Segura.


La aparición de Torrente en el cine fue demasiado tardía. Supongo que se trataba de una idea que Santiago Segura arrastraba desde la Transición y que, tal vez por no tener dinero en su momento, no pudo llevar a la pantalla hasta el año 97. Porque Torrente era un policía de finales de los 70. Ahora no existe, pero yo le conocí personalmente. De hecho conocí a varios Torrentes. Muchos de los secretas que me pidieron la documentación o que directamente me detuvieron por aquel entonces tenían algo de Torrente. Cobraban poco —eso, seguro, eran unos impresentables tanto física como culturalmente, bebían más de la cuenta por las mañanas, tenían mucho más de oficio que de vocación y, a su manera, eran más justicieros que representantes de la ley. Se nota que Santiago Segura también los conoció. No en vano también pertenece a nuestra generación.

Pero quien se lleva la palma en este asunto de describir a los personajes reales de la Transición fue, como ya he dicho en alguna ocasión, el dibujante de cómics Carlos Giménez. En sus páginas aparecieron todos ellos: los estudiantes románticos, los parados, los pistoleros a sueldo de extrema derecha, los políticos sin escrúpulos, los capitalistas, los curas, los obreros sin esperanzas y los rojos que, después de haber luchado en la guerra civil, de haber sido internados en campos de concentración, de haber luchado contra los nazis y de haber esperado la muerte del dictador durante casi cuarenta años, obtuvieron la recompensa de poder ejercer su derecho a meter una papel dentro de una caja de cristal. No obstante, Carlos Giménez dice fueron ellos, y no los políticos de cualquier signo, quienes hicieron posible la democracia.

(El dibujo de arriba es de una historieta de Carlos Jiménez que publicó El Papus. Está claro que también Carlos Giménez opinó en su momento que la Transición tuvo sus más y sus menos)

sábado, 23 de febrero de 2008

El Lado Oscuro

Creo que ha quedado claro que la Transición no fue ese momento ejemplar de la historia de España que, desde siempre, han intentado vendernos todos los partidos políticos, los medios informativos e incluso las voces de muchos ciudadanos anónimos. No me cansaré de reivindicar las luces de aquel episodio, por supuesto, pero en honor a la verdad debo reconocer que también hubo muchas sombras.

La libertad conlleva unos riesgos. Podemos vivir como gallinas en el corral, con la manutención y las comodidades aseguradas, o lanzarnos a explorar las estrellas. Desde mi punto de vista es mejor esto último que lo del corral de gallinas, claro, pero soy consciente de que el espacio es muy grande y las estrellas están muy lejos. En el camino puede pasar de todo.

Éticamente son inadmisibles las denuncias que algunos fumadores norteamericanos ponen de vez en cuando a las tabacaleras. Por lo general alegan que no habían sido informados de los perjuicios que puede causar el tabaco. Qué asco. Eso es no saber aceptar el resultado de un riesgo que uno mismo asumió en el pasado o, dicho de otra manera, eso es clamar a los vientos que uno es un mierda.

La muerte de Franco nos trajo muchas libertades. Apenas sin transición pasamos de la oscuridad más completa a un estallido violento de colores chillones. De pronto podíamos hacer de todo, leer de todo, escuchar de todo, decirlo todo. Y nadie nos había enseñado. Eso no quiere decir que los primeros yonquis no imaginaran que estaban poniendo su vida en peligro o que los rojos pudieran ignorar que los fachas irían tras ellos si hacían pública su filiación política. Al igual que los fumadores norteamericanos, quizás no estuviéramos debidamente informados, pero sabíamos de los riesgos que podían acarrear nuestros actos. No conocíamos las consecuencias a largo plazo del consumo de ciertas drogas, pero siempre tuvimos claro que, de algún modo, el cuerpo nos pasaría factura si abusábamos de ellas. De modo que era cuestión de elegir. Y de nuevo surge la pregunta: ¿Preferíamos vivir en el corral de las gallinas o salir a buscar estrellas?

Muchos de nuestros amigos murieron de sobredosis por ir a buscar estrellas. Ya he dicho que la libertad tiene un precio y no hay por qué ocultarlo. A los políticos de entonces les importó poco que una generación cayera diezmada mientras pudiera exportarse la imagen de normalidad democrática que tanto buscaban. Y a los políticos que llegaron después tampoco les importó un carajo lo que pudiera pasarnos. No he oído jamás que el portavoz de un gobierno español se haya referido a todos aquellos muchachos, que haya asumido ni siquiera una pequeña parte de responsabilidad en el desastre, que simplemente los haya recordado después de darse pisto en alguno de sus discursos. ¿Que por qué mezclo las drogas y la política? Ignoro si alguien utilizó las drogas para apartar a la juventud de una lucha revolucionaria que cada día tomaba más fuerza, pero a toro pasado pensó mucha gente que fuimos los conejillos de Indias de un proyecto político. Quizás por eso apenas se haya hablado de nuestra generación, La Inexistente.

Poco más tarde, cuando nos dimos cuenta de las consecuencias que conllevaba el abuso de las drogas, apareció el SIDA. Si muchos habían caído por sobredosis, esa nueva enfermedad se llevó a muchos más. Y ya no se trataba sólo de drogadictos. Durante una buena temporada no supimos de dónde salía el virus si es que era un virus ni cuál era la razón de que la gente degenerara y muriera muy poco después. Fue algo terrible. Cualquiera podía ser víctima de esa amenaza como surgida de una novela de Ciencia Ficción. ¿De dónde salió ese veneno? Me lo he preguntado en un montón de ocasiones y siempre he llegado a un punto muerto. Pero siempre he creído que es una enfermedad inventada, que algún científico retrógrado, religioso y conservador la creó en un laboratorio escondido en algún rincón del planeta. Tal vez en África, donde nadie sabe qué cuecen algunos gobiernos occidentales y donde se supone que nació y empezó a extenderse.

Por esas y otras razones, también hubo muchos suicidios. Las drogas, el desencanto o, en general, las escasas posibilidades de salir adelante que teníamos los jóvenes de entonces, se llevaron la vida de muchos conocidos. Tampoco hablan de ello los defensores de la Transición ejemplar. Y la amenaza de ser portador del virus del SIDA, cuando empezó a saberse de qué coño hablábamos, causó unas cuantas muertes que a veces fueron accidentales y a veces no. Recuerdo uno de tantos casos. Un homosexual de aquellos de La Movida, tan pluma y exagerado como ignorante, leyó en alguna parte que la lejía mataba al virus del SIDA. Él creía que uno de sus ligues le había contagiado y, sin ni siquiera estar seguro de ello, agarró una botella de un litro de lejía y se la bebió entera. No sobrevivió. Pero es que, que yo recuerde, tampoco sobrevivió ninguno de los que formaban su pandilla de amigos.

Así fueron las cosas. Y eso que estoy seguro de haber olvidado muchos detalles que ayudarían a comprender el desamparo al que nos condenaron los sucesivos gobiernos democráticos. Creo que mi generación lleva esa espina dentro. Así lo demuestra la aceptación de este blog, que cada día supera el número de visitantes, colaboradores y comentaristas. Hemos tenido que ser nosotros, de nuevo, quienes hagamos oír la voz de la protesta.

viernes, 22 de febrero de 2008

Textos Libres. García

A García no se le da muy bien lo de escribir y me ha pedido que, a partir de sus ideas, lo haga yo por él. Su anécdota tiene gracia. Pertenece al marco de las correrías callejeras de los manifestantes ante los antidisturbios, quizás de los primeros tiempos de la Transición. García es un observador activo. Desde el balcón de su casa dispara su cámara para captar lo que sucede abajo, en la calle. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com.


El balcón del comedor de mi casa daba a un cruce calles. No se trataba de calles oscuras, estrechas o poco frecuentadas. Por ahí solían pasar las procesiones, los desfiles y las manifestaciones más sonadas. Y como he sido siempre un enamorado de la fotografía, cuando había algún evento me asomaba al balcón con la esperanza de captar alguna imagen que luego pudiera vender a los periódicos. No era cosa, entonces, de buscar lo impublicable o aquello que fuese susceptible de ser víctima de la censura. A fin de cuentas hacía las fotografías desde el balcón de mi casa y, por lo tanto, habría sido fácil dar conmigo si alguien hubiese querido hacerme daño. Por esa razón no disparaba a la primera. Pero ahí estaba siempre que los periódicos anunciaban movimiento, en mi puesto de observación.

Uno de aquellos sábados habían convocado una manifestación no sé si los comunistas, los nacionalistas, los anarquistas o todos juntos. Tampoco recuerdo qué se reivindicaba. El caso es que de antemano se sabía que iba a haber follón, gritos, persecuciones y tortazos. Como siempre, saqué una silla al balcón, preparé el trípode y, cuando llegó la hora, me senté a esperar. Al cabo de un buen rato empecé a oír las primeras voces. Con el tiempo me había convertido en un auténtico especialista y, según el rumor que iba llegando a mis oídos, ya sabía que la manifestación se había desecho y habían empezado las primeras carreras. Cargué la cámara. El ruido y las voces se acercaban a mucha velocidad. Era evidente, entonces, que en primer lugar aparecería un grupo de manifestantes y que luego llegarían, a toda pastilla, unos cuantos policías. No me equivoqué. En seguida aparecieron dos docenas de manifestantes y, tras ellos, seis u ocho policías armados con porras y escudos. Pero pasó algo. Como he dicho antes, el balcón de mi casa constituía un excelente punto de observación. Desde ahí podía ver el cruce y las cuatro calles. Pues bien. Los manifestantes pasaron corriendo bajo mi balcón y siguieron adelante, digamos que en dirección norte. No sé por qué razón, los policías que iban tras ellos no hicieron lo mismo. En lugar de continuar su carrera en dirección norte, al llegar al cruce olvidaron al grupo que habían ido persiguiendo y echaron por la calle que iba en dirección este. Tal vez recibieron una orden inesperada, no sé. Cambiaron de dirección todos los policías… menos uno, que, sin darse cuenta de la maniobra de sus compañeros, siguió corriendo en dirección norte. De modo que sólo un policía estaba persiguiendo a las dos docenas de manifestantes. En eso, uno de los manifestantes miró hacia atrás y vio que les perseguía únicamente un policía. Frenó en seco, se lo dijo a otro manifestante, éste a uno más, y así hasta que todos se enteraron y dejaron de correr. El policía, viendo que pasaba algo raro, frenó también su carrera. Los manifestantes le miraban, quietos, riéndose y hasta envalentonándose, diciéndole cosas. El pasma no entendía nada. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué habían dejado todos de correr? Se giró para ver cómo habían reaccionado sus compañeros y… ¡Zas!, se dio cuenta de que estaba solo. No había nadie a sus espaldas. Entonces vino lo más cómico, el mundo al revés. Los manifestantes apretaron a correr hacia el policía y éste, viéndose en manos de sus enemigos, echó a correr como un loco en dirección contraria a la que había traído. Lo malo es que no pude hacer la foto. Me eché a reír de tal modo viendo a un único policía perseguido por dos docenas de manifestantes que me resultó imposible apretar el disparador de la cámara. Una verdadera pena.

jueves, 21 de febrero de 2008

Este mundo y el de antes

En la Facultad de Derecho aprendí que, por muy duras que sean las penas, los delitos no disminuyen. En Estados Unidos o en China hay pena de muerte y cada día hay más asesinatos. También aquí, en tiempos de Franco, se puso de moda el garrote vil y, sin embargo, nació la ETA. Y es que quien va a asesinar a otro no piensa en los años de cárcel que pueden caerle: simplemente lo hace. Digo todo esto porque las penas y hasta el acoso social se han endurecido mucho desde la Transición sin que eso haya servido más que para recortar nuestras libertades. Quien hoy se atreva a apartarse un poquito solo un poquito del camino por donde van los demás, estará mucho más marginado que hace treinta años.

Para empezar, en aquellos tiempos no estábamos todos enfermos. Hoy es muy raro encontrar a alguien que reconozca estar sano y que coma de todo. Parece como si la gente necesitara ir al médico, comprar alimentos dietéticos aunque no le hagan falta, consumir sacarina sin necesidad, pan sin sal, leche sin nata, tortilla sin nada y café sin café. Algunos supimos verlo en los años ochenta. Dentro de poco seremos como los yanquis, decíamos, que necesitan ir al psicoanalista para saber que no necesitan ir al psicoanalista. Creo que el truco estaba en no dar demasiada importancia a las cosas.

Recuerdo que, por ejemplo, cualquiera podía ver un programa de televisión si así le venía en gana y nadie ponía en duda su fuerza de voluntad o su libertad de opción. Hoy no. De ninguna manera. Si alguien sigue una serie o le gusta ver un programa regularmente, se le acusa de estar enganchado; es decir, de no poder vivir sin su dosis de televisión. Es lo que decía antes: parece que estemos todos enfermos y que, a partir de ahí, siempre haya quien se cuelgue. No obstante recuerdo con claridad la alegría de mi familia cuando, después de cenar, nos sentábamos ante la tele para ver las primeras emisiones del programa Un, Dos, Tres. Esperábamos ese momento durante toda la semana. Al día siguiente lo comentábamos con los amigos, que por supuesto también lo habían visto. Y a nadie se le ocurría que todos pudiésemos ser unos drogadictos.

De alguna manera, esa asepsia vital a la que hemos llegado y que nos oprime sin que podamos hacer nada para remediarlo, ya estaba reflejada en ciertas novelas de Ciencia Ficción. La mezcla entre Un Mundo Feliz, de Aldous Huxley, 1984, de George Orwell, y Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, nos ofrece una panorámica del mundo actual. Hoy está todo prohibido, se aparta cívicamente lo que pueda molestar y vivimos siguiendo la pauta que nos imponen y sin quejarnos. Muchos ni se dan cuenta.

Hasta unos años después de la Transición fuimos los dueños de nuestras ciudades. Los bares, los cines y demás locales de ocio estaban abajo, en la esquina, en la calle que utilizábamos por la mañana para ir a estudiar o al trabajo. Nadie nos imponía la necesidad de alejarnos del centro de la ciudad para meternos en la falsedad de un espacio creado a propósito para bailar, beber y hacer ruido. Ahora está todo parcelado. Aquí se duerme, allá se trabaja, más allá se baila y que nadie se atreva a alterar el orden de las cosas.

Todos sabemos que el tabaco no es bueno para la salud. Pero es inmoral criminalizar a los fumadores y, por supuesto, azuzar a las masas para que los marginen. Quien quiera fumar, que fume. Así era hace treinta años, cuando la doble moral aún no estaba tan extendida ni se tenía por algo natural e incluso bien visto. El gobierno conserva el monopolio del tabaco y, a la vez, organiza campañas para combatir su consumo. Y nadie se queja. La gente solo hace valer sus derechos en situaciones que tiempo atrás habrían pasado inadvertidas. Hace un par de días supe de la denuncia que una madre había puesto al conductor del autobús escolar por haberle visto comprando una lata de cerveza en un supermercado. Me da igual si ese caso en concreto tuvo su razón de ser o fue solo un delirio de la denunciante. Están consiguiendo que seamos los vigilantes de nuestros vecinos, la policía civil, el somatén del siglo XXI. A cada paso que damos se mezclan de nuevo las tres novelas que antes he mencionado.

Y es que, además, en las calles hay un millón de cámaras que espían nuestros movimientos; las tarjetas de crédito dejan nuestra firma allá donde vamos; los paseos por Internet son como confesiones de nuestros gustos, nuestras tendencias y hasta nuestros vicios; el correo electrónico, casi sagrado hasta hace poco, es examinado por supuestas razones de seguridad; los teléfonos móviles también se han vuelto contra nosotros y van dejando nuestro rastro; el GPS anula el romanticismo de vernos perdidos de vez en cuando; los satélites fotografían sin pausa el planeta y controlan los movimientos de los enemigos de ciertos gobiernos; la Justicia está colapsada de montones de denuncias por nada; la atmósfera ha sido dañada y nos protegemos del sol poniéndonos crema y mirando a otro lado; los ricos son mucho más ricos; los pobres son mucho más pobres… y el mundo está totalmente de acuerdo en que sea así. Tenemos miedo. Hemos sacrificado nuestra libertad a cambio de una seguridad que, además, no nos garantiza nada.

Las revueltas políticas, las manifestaciones, eran una manera de hacer saber al gobierno que algo iba mal. Los de arriba tomaban en serio esas demostraciones de malestar y actuaban, bien ordenando una carga de la policía o bien sentándose a negociar con los representantes de la movida. De un modo u otro, se tenía en cuenta la iniciativa de los ciudadanos. Desde principios de los noventa he visto varias huelgas generales. En ningún caso se ha conseguido nada. Las autoridades no han movido una pestaña para hacer frente a las protestas ni para valorarlas y hablar. No han dicho nada y, en consecuencia, las quejas han pasado sin pena ni gloria y los problemas a resolver no se han resuelto. Es como la democracia tal y como hoy en día está planteada. Habla tú, lee lo que tienes escrito y luego leeré yo lo mío. Sólo tenemos derecho a exponer. En lo referente a que se nos escuche, nada. Y en cuanto a tratar de evaluar y comprender lo que dice el otro… bueno, podemos hablar de otra cosa.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Textos Libres. Lluis

Lluis ha vuelto a aparecer en escena. No habíamos hablado desde el 2003 o por ahí, cuando la muerte de un amigo común nos puso en contacto; y antes de eso, desde mediados de los ochenta. Sin embargo, Lluis es la persona real a partir de quien creé a uno de los personajes principales de la novela y, lógicamente, en seguida ha querido tomar parte activa en este asunto del blog. Ha enviado un texto en el que recuerda su paso por los grupos de música de entonces y me ha dicho, a título personal, que enviará más cosas que recuerde. El texto de hoy se titula Jóvenes Creativos. Y la canción del final no tiene desperdicio. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com


En aquellos días, quien más quien menos formaba parte de algún grupo musical o tenía algún amigo que lo estaba o que colaborara. Aparte de los músicos, rodeaban a las bandas: desinteresados letristas, diseñadores gráficos o de moda, peluqueros y estilistas, técnicos de sonido, dibujantes, mánagers...

También había mucha colaboración entre bandas. Cuando, por ejemplo, a alguien le robaban los instrumentos (pasaba más a menudo de lo que cualquiera hubiera o hubiese deseado... sobre todo porque en los locales de ensayo siempre aparecía gente a la que nadie conocía de nada y que, además, llevaba a sus colegas), la gente hacía todo lo que podía para ayudarles. Aparte de colaborar en la búsqueda y captura de los cacos (generalmente con poco o nula colaboración policial... ya que debían pensar que los mismos miembros del grupo robaban los instrumentos con no se sabe qué propósito), se organizaban conciertos para recoger dinero y poder comprar nuevo material, se les dejaba instrumental y soporte técnico para que pudieran seguir actuando, etc.

También en la época se hacían «fiestas» en los propios locales de ensayo o en alguna masía de algún miembro del grupo y todo el que quisiera subir al escenario podía hacerlo. Así se reunían otros músicos y todo tipo de gente que quisiera expresar algo (y siempre estaba el que subía a dar la nota).

La letra que acompaña a este texto pertenece a mi participación como letrista (también diseñé alguno de los carteles de los conciertos) en la última etapa de AZÚCAR EN LA SANGRE. Más tarde (en otra época) tuve la oportunidad de colaborar como cantante y letrista en la nueva banda de Kike, EL SILENCIO (con Edgar al bajo eléctrico, Robert a la batería y Kike y Miquel a las guitarras), que la crítica de aquel entonces definió como «Pop lujoso». Aquello duró poco, pero fue una experiencia agradable, divertida y, sobre todo, muy creativa.

La letra en cuestión reproduce un momento de desazón en el que pensaba que en este mundo (y también en aquel) no se puede ser bueno...

Confieso, aquí y ahora, mi gran admiración por GERMÁN COPINI (como letrista), líder de una de las mejores bandas Pop de todos los tiempos en nuestro país: GOLPES BAJOS. Este personaje había estado ya liderando a los SINIESTRO TOTAL de la primera época (su primer Lp) y sus letras reflejaban bastante bien lo que pensaba por entonces sobre un sinfín de cosas.


DEMASIADO BUENO PARA UN CUENTO

Demasiado bueno para un cuento

perdido siempre entre hojas que se agrietan

descargando esa tensión sobre ti mismo

con los ojos caídos, las manos prietas.


Desafiando esa sombra de mentiras

que rodean ese mundo, incomprendido,

una curva prominente entre las líneas

demasiada confusión, tu mundo hundido.


Sonriendo por la nulidad de los que mueven

esas cuerdas que manejan a los burros,

tu locura incomprendida es desafío

para los que ven el mundo en un sentido.


Moviéndote a tu estilo, a tu manera,

mientras viejas máscaras se desmoronan,

olvidándote del monstruo, que ahora ruega

que le corten la cabeza... y le perdonan.

martes, 19 de febrero de 2008

Textos Libres. Fernando G

Fernando G recupera las movidas políticas callejeras de la Transición en un texto que nos ha enviado. En uno de los primeros artículos de este blog ya dije que, durante la Transición, los encontronazos entre fachas y rojos fueron muchísimo más habituales que la esporádicas acciones violentas de los skins de hoy en día. Casi todos los que vivimos aquello nos vimos envueltos, por lo menos una vez, en alguna de aquellas situaciones. Fernando G se suelta escribiendo, y se nota que todo es verdad en el estilo que tiene al contárnoslo. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com


Hace tiempo que tenía ganas de entrar y contar alguna cosa sobre aquellos turbulentos aunque, desde luego, nada aburridos años. Lo cierto es que soy de los que han tenido el privilegio de leer la novela de La Generación Inexistente y ello ha hecho que se abrieran los «cajones secretos» de mis recuerdos. Cosas, hechos y anécdotas que tenía, si no olvidados, sí relegados a los profundos laberintos de mi memoria, van aflorando poco a poco. Quién sabe hasta dónde llegarán.

Lo que voy a contar pudo suceder en el año 1977 o en el 78, no lo recuerdo con exactitud, pero yo tendría por entonces 20 ó 21 años y aún militaba en EL PARTIDO; o sea, en el PCE.

En la ciudad norteña donde vivía en aquellos años, nuestros grupos, pandillas, cuadrillas, en fin, todos los que pensábamos de una forma parecida, parábamos por los mismos bares y zonas, eso sí, bien separaditos de las «zonas fachas», y aunque en ocasiones los encuentros eran inevitables, la cosa no pasaba de unos cuantos tortazos y puñetazos. Al fin y al cabo era una ciudad pequeña y todos nos conocíamos o habíamos ido juntos al instituto en muchos casos. La cosa solo se complicaba cuando los «guerretas» (GUERRILLEROS DE CRISTO REY) venían de fuera, y eso sucedía de vez en cuando. Después de todo, aquello era la capital de la provincia, ZONA NACIONAL, como lo llamaban ellos, y allí se movían a sus anchas.

Por aquellos tiempos los bares cerraban muy temprano y eso hacía que, cuando chapaban todo en EL ANTIGUO, muchos nos moviéramos hacia El Alcor, un bareto de barrio que, a puerta cerrada, recogía a todos los despojos de la noche. Allí había de todo, putas al final de su jornada, policías, quinquis, rojos, algún falangista local que se había perdido... vamos, toda una fauna que en cualquier otro lugar habría sido imposible; pero se mantenían las distancias. El Alcor era tierra de nadie y se respetaba una especie de tregua no escrita... hasta aquella noche.

Sobre las cinco de la madrugada salíamos del bar El Josmi, su hermano Roberto y yo. Echamos calle abajo y no habíamos recorrido ni treinta metros cuando oímos aquellas voces, «¡Hijos de puta! ¡Rojos! ¡Josmi, cabrón, estás muerto!», o algo parecido. El Josmi era muy conocido (con el paso de los años llegó a ser un alto cargo en la Sanidad Autonómica del Gobierno Socialista). Cuando nos volvimos a mirar qué pasaba vimos a un montón de «guerrilleros» bajarse de dos furgonetas y empezar a repartir hostias a todos o a casi todos los que salían del Alcor. Los maderos se habían esfumado, claro.

Volver arriba quedó rápidamente descartado. Seis u ocho de aquellos animales nos cortaban el paso y venían derechos a por nosotros con las porras en la mano. En décimas de segundo lo tuvimos claro. Ellos estaban frescos, eran robustos e iban armados. Nosotros estábamos colocados, éramos tres y, la verdad, no teníamos dónde llevar una hostia en aquel momento. Así que hicimos lo que teníamos que hacer: correr.

Mientras corríamos comentábamos la situación con voces entrecortadas. Habíamos visto quién daba las órdenes a aquellos energúmenos. Era «El Garfunkel», un pijo de la vecina ciudad con muy mala leche y bastante peligro (el mote le venía por su parecido con el inefable «ART»), y eso quería decir que nuestros perseguidores eran de allí, donde había dos o tres grupos de guerrilleros bastante más duros que nuestros fascistas locales y con los que ya habíamos tenido algún encontronazo.

Corrimos como locos hasta que nos dimos cuenta de que estábamos solos. Nadie nos perseguía, así que aflojamos el paso y poco a poco nos íbamos tranquilizando cuando, al doblar una esquina, apareció al fondo de la calle una de las furgonetas que rápidamente enfiló hacia nosotros. Vuelta a correr, y esta vez bastante más acojonados. Si a nosotros tres nos dedicaban toda una furgoneta, estaba claro que también nos querían dedicar un poco de su tiempo... a solas. La cosa tenía muy mala pinta.

Atajamos por el viejo campus de Ciencias, metiéndonos por vericuetos entre las facultades por donde la «furgo» no podía pasar, dimos vueltas para arriba, para abajo, y nos escondimos entre los edificios, siempre sin perder de vista a los fachas que, a su vez, daban vueltas por los alrededores sin atreverse a bajar del vehículo. No conocían el terreno y éste era un verdadero laberinto de callejas y pasadizos donde era sabido que más de un «gris» había salido malparado en alguna manifestación.

Pasado un buen rato se largaron y nosotros pusimos pies en polvorosa en dirección a La Argañosa, nuestro barrio, nuestro refugio, donde nada podía pasarnos. Error. Íbamos Argañosa abajo cuando la puta furgoneta volvió a aparecer. ¡Joder!, aquello era increíble. Otra vez a correr, a buscar los callejones oscuros que nos ocultaran de su vista... claro que ahora estábamos en el barrio, nuestra zona de juego de cuando éramos niños, las calles que pateábamos todos los días, nuestro paisaje, vamos, y ahí teníamos mucha más ventaja, incluso, que en el campus de Ciencias, aunque eso no nos quitaba del todo el susto que llevábamos encima.

Al final la cosa se resolvió como se resolvían muchas de estas situaciones en aquella época, incluso en los enfrentamientos con los «grises»: un portal abierto. Nos colamos dentro, cerramos la puerta, nos sentamos en la escalera y aún los oímos pasar por delante un par de veces, pero estábamos a salvo. Miramos el reloj y vimos que eran poco más de las seis de la madrugada; o sea que no había pasado mas que una hora desde el primer encuentro. A nosotros nos parecía que habían pasado siglos.

Estuvimos allí sentados hasta que fue haciéndose de día y empezamos a oír el ajetreo del barrio comenzando una nueva jornada. Entonces salimos, aún con mucho cuidado, pero evidentemente ya no estaban.

Nos encaminamos al bar de Julio y por fin, con un café delante, nos miramos y respiramos. Luego, a dormir.

Estas cosas y otras parecidas pasaban bastante a menudo en aquella EJEMPLAR TRANSICIÓN, pero eran «menudencias», se decía.... Sin embargo, de pequeñas «menudencias» se compone la historia.

DEDICADO A JOSE CARLOS, QUE ESTABA EN EL OTRO LADO.

lunes, 18 de febrero de 2008

Textos Libres. Faby

Faby es francesa. Nos envía un texto en el que hace un paralelismo entre lo que sucedía en París, donde vivía en aquella época, y en la costa catalana, donde pasaba los veranos. Al parecer, eso del respeto a la libertad de imagen era un concepto que no existía en ninguna parte. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com


En 1981 ya llevaba varios años veraneando en Cambrils y yendo de fiesta a Salou. Por supuesto soy de la generación post-Franco. Incluso cuando iba a casa de mi suegro y veía los cuadros de Franco, José Antonio Primo de Rivera y compañía, no sabía ni quiénes eran (será porque soy guiri y tenía 12 años cuando palmó).

Por cierto, cuando los conocí (a mi suegro y a Franco), me enseñó y me tuvo toda la tarde jugando al parchís y bebiendo gazpacho (mi suegro), mientras mi chico (Jose) se acicalaba (ducha y tal después de no aparecer por casa en un par de días).

No sé lo que creíais de lo de la pasma, pero me parece que era internacional, y no sé si tiene mucho que ver con Franco, la verdad. Mi loock en la época era bastante más new wave que punky, pero me paraban igual en todas partes. En Salou, en Cambrils, en París y en cualquier sitio en el que nos juntáramos los amiguetes. De hecho, mi primera experiencia de ese tipo fue en Londres (y solo tenía 13 años).

En esa época yo vivía y estudiaba en París. Cada tarde (casi) la policía me paraba en el metro, me registraba y me hacían las mismas preguntas de siempre (¡a algunos ya los conocía de tantas veces que me pararon!):

—¿Llevas polvo blanco?

—¿El qué? ¿Harina? —respondía yo, muy provocadora.

—¡No suelo hacer pasteles en el metro! ¿Llevas hierba?

Y aún más chula, le decía:

—Pues no, ¡no soy una vaca!

—¡Levántate las mangas! —decía entonces el poli.

—¿Para qué? —le decía.

—¡Para ver si tienes pinchazos, claro!

—¡Solo me pincho en los dedos cuando me arreglo la ropa! —(me arreglaba los pantalones para estrecharlos).

Ya veis. Me ponían casi en bolas, las manos contra la pared en el metro, y hacían que me quitase las botas, ¡que costaba un huevo! Y así cada día (bueno, un día sí y otro no), en la parada de metro de Châtelet-Les Halles, mientras los rastas vendían chocolate en el banco de al lado, tan panchos.

Si os puede consolar, creo que en todos lados, en esa época, a todos los jóvenes nos pasaban cosas parecidas.

sábado, 16 de febrero de 2008

El Golpe de Estado de Tejero

Hasta hoy no he querido incluir aquí un acontecimiento que, según esas particiones históricas que suelen utilizarse, acabó con la Transición y dio paso al despliegue de la democracia como hoy la conocemos. Me refiero, claro está, a la intentona golpista del Teniente Coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina. Era el 23 de febrero de 1981.

Yo estaba dibujando cómics en mi habitación. Tenía dieciocho años y aún no había publicado nada profesionalmente, pero eso no impedía que pasara casi todo el día entre lápices, pinceles y tinta china. Mi madre estaba fregando los platos en la cocina. Como solía hacer cuando no le daba por cantar mientras se dedicaba a las tareas de la casa, escuchaba una conocida emisora de radio. De pronto oí su voz que, con mucha calma, dijo:

César, ¿puedes venir un momento?

Ni me moví. Mi madre no me había llamado a gritos ni de ninguna otra manera que denotase urgencia. Con voz de cansancio, respondí:

¿Qué quieres?

Ven un momento.

¡Joder! dije, dejé el lápiz sobre la mesa y, mientras me dirigía a la cocina, pregunté de mala gaita: ¿Qué quieres?

Parece que hay tiros en el Congreso.

La mala leche se me fue de golpe. Al principio creí que Blas Piñar o algún otro ultraderechista exaltado se había liado a tiros en medio del hemiciclo, pero me di cuenta de que se trataba de algo mucho más grave en cuanto supe de la entrada violenta de la Guardia Civil. A pesar de la situación, mi madre seguía fregando platos. Subí el volumen de la radio justo cuando estaban diciendo que los tanques habían salido a la calle en Valencia. Era la guerra. Desde hacía tiempo se sospechaba que los militares estaban a punto de dar la campanada, pero la gente prefería hacer oídos sordos y continuaba con la rutina como si nada. Bueno, me dije, Y ahora qué. Mi madre, sin dejar sus quehaceres y casi sin mirarme, empezó a contarme una anécdota de cuando empezó la Guerra Civil del 36.

—¡Mamá, por favor! —le dije—. Tú pasaste una guerra y parece ser que la superaste hace ya bastante tiempo, pero yo necesito un poco de calma para saber qué he de hacer. O sea que no me cuentes ahora historias de hace cincuenta años.

En ese momento sonó el timbre de la puerta. Fui a abrir y entraron dos millones de vecinas. Algunas estaban muy serias; unas cuantas lloraban; otras, más prácticas, estaban echando cuentas de todo lo que tenían que comprar al día siguiente en el supermercado para resistir los primeros días de restricciones. En cualquier caso, todo el vecindario se reunió en mi casa. Y entonces, no sé por qué, las lloronas contagiaron a las demás y casi todas se pusieron a llorar hasta que, harto de tanta historia, dije a medio gritar:

—¡Vale ya, señoras! ¡Que si alguien va a tener que ir a pegar tiros, soy yo!

Mi amigo Alfonso estaba acuartelado en esos momentos. Entonces había que hacer la mili por cojones y estuve a punto de irme con él de voluntario a los paracaidistas, pero había una chica que me gustaba más que el ejército y al final se fue él solo. Según me contó más tarde, en cuanto se supo lo del golpe formaron a todos los paracas en el patio con los paracaídas y todo el armamento. Si la cosa se alargaba o pasaba algo inesperado, ellos iban a ser los primeros en lanzarse sobre el Congreso. Y allí estaban, viendo cómo algunos guardias civiles entraban en los edificios militares y conversaban con los mandos. Él y otros cuantos decidieron que, en el caso de que intentasen obligarles a ponerse de parte de los golpistas, dispararían sobre sus superiores. ¡Vaya movida! Siempre he imaginado la escena de mi amigo Alfonso y sus compañeros disparando contra los oficiales. Una escena de cine o de novela, vamos. Al cabo de bastante rato, harto ya de esperar, uno de ellos se acercó al sargento y le preguntó:

—Mi sargento, nosotros, ¿de qué parte estamos?

El sargento, casi sin moverse, respondió:

—Todavía no lo sabemos.

Mientras tanto, mi amigo Jorge se había fumado unos canutos en un parque de Barcelona. El pobre no tenía ni idea de lo que estaba pasando y, cuando llegó un colega y le dijo que el general Milans del Bosch había sacado los tanques a la calle en Valencia, casi se cagó de miedo a causa de la paranoia producida por los porros y salió corriendo hacia su casa. Según me dijo al día siguiente, mientras corría como un poseído creía oír, en las calles cercanas, el ruido brutal de los tanques al rodar sobre el asfalto.

En casa no paraba de sonar el teléfono. Las vecinas seguían llorando y mi madre y yo nos turnábamos para contestar a las llamadas o para abrir la puerta del piso, porque continuaban llegando vecinas de Dios sabía dónde. Había algunas a las que yo no había visto en mi vida, pero por las confianzas que se tomaban cualquiera las habría considerado como habituales de la casa. Y el teléfono seguía sonando. Creo que sonaba en casi todos los domicilios españoles. Me consta que el padre de unos amigos, militante en un partido de extrema derecha y hombre de confianza del líder, recibió la llamada de un grupo de apoyo a La Causa:

—Tenemos listas las metralletas. Cuando quieras.

El golpe de Tejero no fue ninguna broma. Estoy seguro de que, si se hubiera producido en una época anterior, sin la información de que dispusimos entonces, habría acabado de un modo muy diferente. Tal vez a tiros. Aunque también creo que la gente, en general, no tenía ganas de repetir lo del 36 y no estaba dispuesta a seguir a Tejero ni a ponerse en contra con el fusil en las manos. Sin embargo, hasta que el Rey salió por la tele vestido de Capitán General y diciendo que se acabó, no respiramos tranquilos.

Hay quien cree que el Rey estuvo involucrado en el golpe. Yo no. Se me hace muy difícil creer que el propio Rey pudiera pensar en deshacer lo que tanto esfuerzo le había costado conseguir. Sin embargo, soy de la opinión de que el Rey sabía de las intenciones de los golpistas y les dejó hacer para pillarles con las manos en la masa. Un par de años antes había habido otra intentona, la Operación Galaxia, protagonizada por los mismos individuos. Ya digo que sé que mucha gente no va a estar de acuerdo conmigo, pero me da igual. Para mí el Rey estuvo a la altura. Y estoy seguro de que, por mucho que diga, toda esa gente que sospecha del Rey también respiró, aquella noche, cuando le vio en la tele.

viernes, 15 de febrero de 2008

La Movida

Hace un tiempo estuve hablando con un amigo acerca de la Movida. Él es bastante más joven que yo y no la vivió. Me dijo que, en su opinión, estaba muy bien que la gente se lo pasara de miedo, pero que la vida es algo más que divertirse y que, de algún modo, habíamos desaprovechado el tiempo precioso de la juventud. Bueno, depende, le dije; y continué: En mi opinión, Almodóvar ha llegado bastante alto, también Mariscal, algunas canciones de entonces se tienen ahora por clásicos, ciertos cómics como El Víbora han alimentado la imaginación de los jóvenes durante un par de decenios y, por si eso fuese poco, tú puedes vestir como te dé la gana gracias a que otros se atrevieron a hacerlo durante ese tiempo en que, precisamente, era una provocación y conllevaba problemas. Podía haberle dicho mucho más. Por ejemplo que él, de joven, no pudo frecuentar unos locales de última moda en los que la clientela hablara de teatro, de cine, de arte, de literatura y de música como algo natural y sin pretensiones de nada. O que no puede saber lo que es pasar de la prohibición más absoluta al libertinaje más irreverente, del gris a los colores chillones, de la música de ambiente a la locura. Y me quedo corto. La Movida fue el remate a todo lo demás, el pistoletazo de salida de cuanto uno llevase dentro.

Uno de los personajes más implicados en la gestación o en el desarrollo de la Movida fue un hombre al que todavía hay quien llama El alcalde de Madrid. Se llamaba Tierno Galván. Desde luego, era un tío muy especial. Dicen que iba sin escolta por Madrid y no porque no tuviese miedo de que alguien pudiera hacerle algo, sino porque cualquier madrileño le serviría de guardaespaldas en caso de follón. Recuerdo que, en cierta ocasión, debía presentar las nosecuántas horas de Rock, un espectáculo que se celebraba por primera vez e iba a ser emitido sin descanso por la segunda cadena de televisión. El hombre, con sus muchos años a cuestas, salió al escenario. Ante él tenía a un público enloquecido de cerveza, hachís, LSD, anfetaminas y muchas ganas de ver un concierto interminable. Tierno Galván, contrariando a todos aquellos que esperaban un discurso largo y pesado, dijo literal y únicamente:

¡Rockeros! ¡El que no esté colocao, que se coloque! ¡Y todos al loro!

No dijo nada más. La gente rompió en aplausos y gritos a favor de su alcalde. A pesar de conocerle de sobras, nadie esperaba una humildad semejante en un personaje público. No se dedicó a echar flores al Ayuntamiento de Madrid que había organizado el acto, por ejemplo, ni a su propio partido político que, de una u otra manera, también se había implicado. ¿Que cuál era su partido? El PSP, Partido Socialista Popular. Supongo que a los más jóvenes debe extrañarles que existiera un partido socialista paralelo al PSOE. Pero entonces había muchos más partidos que ahora, como había muchas más opiniones y, por supuesto, mucha más libertad para expresar las ideas. La Transición también fue todo eso.

Los artistas, los grupos de música, las revistas e incluso los programas de la tele no estaban viciados por un único diseño o un punto de vista exclusivo. Muy al contrario, la Movida consistió en un desbarajuste increíble de ideas, colores y sensaciones, una convivencia anárquica de los más variados modos de expresión. Casi todo tenía cabida. O todo, si de alguna manera era un intento de llegar más allá o donde no hubiera llegado nadie. Daba gusto que los jóvenes saliesen a la calle cada día en busca de algo nuevo y no a seguir con lo de siempre. Nos pintábamos la raya de los ojos, nos vestíamos de un modo rompedor que provocaba a los burgueses, nos mirábamos en el espejo antes de tomar la puerta para que después, en aquellos bares saturados de música y de luz, pudieran vernos los demás. No había modelos, no había guías ni pautas a seguir ni nada por el estilo. Cada noche era un mundo nuevo. Cada hora. Cada minuto. Cuando todo eso se trocó en rutina, en aburrimiento, en un hacer que ya no sorprendía ni aportaba nada a nadie, la Movida desapareció sin agonía. De golpe. Como tenía que ser.

Podría hablar de cada grupo, de los locales que abanderaron aquella majadería, de las revistas, los libros, las películas y de todo lo demás. Pero no lo voy a hacer. Cualquiera puede hacerse con la lista detallada de los nombres que sonaron por aquel entonces. O sea que me parece que está dicho casi todo. La Movida nos abrió la percepción. No fue sólo un juego de iluminados, de románticos locos y de gente harta de aburrirse. Muchos de los que nos tocó vivir aquello seguimos estando aquí, en este mundo, y se nos nota. Será por algo.