martes, 29 de enero de 2008

Textos Libres. José Carlos

José Carlos nos envía un documento de indudable interés. No hay muchos que, como él, tengan el valor de reconocer que estuvieron en las filas de la extrema derecha en aquellos tiempos tan duros. Su relato nos muestra la otra cara de las cosas, la otra trinchera, el bando de enfrente. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com.


Recuerdo las primeras veces que mi padre me llevó a la sede de Fuerza Nueva en Madrid y ese ¡Arriba España, Arriba siempre!, nada más entrar. Yo tenía 15 años y la verdad era sorprendente, pero para ellos muy normal. El hermano de mi padre escribía en la revista de FN, aunque normalmente era crítico taurino. Se veían muy poco, pero eran de las mismas ideas. Su padre (mi abuelo al que nunca conocí) murió en la guerra por su condición de, digamos, capitalista o aburguesado. A veces llegaban a la sede algunos chavales más mayores que yo con magulladuras, pues habían tenido alguna pelea con los ”rojos” que, seguro, ellos mismos habían buscado, y eran tratados como héroes por los ya grandecitos, como mi padre.

Con él habíamos ido a comidas-mítines donde hablaba Blas Piñar y era muy normal, mientras comíamos, ver cómo alguien mostraba la pistola al compañero de al lado con toda naturalidad, para enseñarle el modelo o lo que sea. A mí particularmente no me parecía tan normal, pero por otro lado mi padre, que era comercial y siempre estaba en el puente aéreo, dejaba la pistola en un kiosco y la recogía a la vuelta. Yo alternaba esa vida de facha con la de mis hermanos que, por cierto, estaban en la movida: grupos de música, conciertos, juergas y discotecas. Parece difícil de entender, pero era exactamente así, aunque mis hermanos tenían mucho cuidado con lo que me decían pues no se fiaban mucho de mí; más que nada por si metía la pata, claro.

El 23-F mi padre estaba entusiasmado, llamó a mi tío (que era policía) y nos dirigimos a la sede de FN en Gavá. Era curioso, pues esa noche no se veía ni un coche. Allí estuvimos a la espera de que pasara algo, pero gracias a Dios no pasó nada. Según ellos todo estaba preparado por el Rey para eliminar a los partidos políticos y volver de alguna manera al Franquismo.

El trabajo que nos pidieron en el instituto lo hice con el periódico “EL ALCÁZAR” nada menos. El profe se asustó un poco cuando lo vio, aunque entonces yo pensaba que estaba bien que hubiera pluralidad en los trabajos. Hoy en día me hago cruces de todo esto, claro.

También recuerdo cómo mi padre iba a votar con la camisa azul y los emblemas falangistas.

Tengo que decir que mi otro abuelo (a quien si conocí) estuvo en el otro bando de la guerra; es decir, con los “rojos”. Cada día que pasa lo admiro más por lo que tuvo que pasar y cómo se adaptó luego a los tiempos de la posguerra.

Yo, como he dicho antes, tenía entre 16 y 17 años y, cuando vivía en Madrid, llevaba una navaja automática para cuando íbamos a hacer pintadas. Gracias a Dios, si es que existe, pronto las influencias de mis hermanos y el sentido común me hicieron recapacitar y poco a poco, declarándome en rebeldía frente a mi padre, dejé ese mundo incongruente que no conducía a nada y me dediqué a vivir mi adolescencia y juventud a tope. Y no me arrepiento, aunque también sé que metimos la pata en unas cuantas cosas debido a nuestra inexperiencia.

lunes, 28 de enero de 2008

Textos Libres. César

Para hacer ambiente, también yo voy a contar una anécdota de aquellos tiempos. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com.


Una de aquellas noches, cuando iba a entrar en la discoteca de costumbre, me paró el portero del local y, con cara de intrigante o de conspirador, me dijo:

—César, ten cuidado porque dentro hay dos policías de la secreta.

—Ah, gracias por el soplo —le dije—, pero no llevo nada encima que pueda comprometerme.

—Bueno. Yo ya te lo he dicho.

A pesar de no tener ninguna razón para temer nada, bajé con precaución la escalera que conducía a la pista. Hemos de recordar que la policía de entonces rezumaba franquismo por todos sus poros y se conducía de un modo que hoy constituiría todo un escándalo. En cuanto a mí, con mi estética punk, estaba pidiendo a gritos que me detuviesen. Una vez abajo eché un vistazo para controlar la situación y, zas, ahí estaban. Dos tíos fuertes, de unos treinta años, desentonaban visiblemente en medio de la clientela habitual de la discoteca, compuesta sobre todo por punks, piraos, plumas y demás bailongos.

Fui a la barra sin perder de vista a los dos individuos. Estaba seguro de que tarde o temprano iban a decirme algo, pero se trataba de ganar tiempo, no sé, de disimular aunque no hubiese motivo. O sí lo había, claro. No era necesario ser un delincuente o un traficante para pasar la noche en comisaría si a esos tipos les daba la gana. De modo que era mejor pasar desapercibido. Pero en seguida me di cuenta de que mis precauciones no iban a servir de nada. De reojo vi cómo uno de ellos me señalaba mientras hablaba con el otro. Ya está, pensé, ya vienen.

—Hola, hombre —dijo el primero, colocándose a mi derecha y apoyando un codo en la barra en plan colegueo.

—Hola —le dije. El otro se puso al otro lado.

Como era de esperar, trataron de ganarse mi confianza haciéndose los simpáticos. Me preguntaron un montón de cosas a dos bandas, como si quisieran despistarme para atacar cuando menos lo esperase. Y llegó el momento, claro.

—¿Sabes quién tiene coca? —preguntó uno de ellos. En aquel entonces la cocaína era un vicio de ricos. Era casi imposible que un pringao como yo pudiera tener la más mínima idea al respecto. De modo que, en caso de que hubiera tenido dudas acerca de su identidad de policías, ya estaba claro. Sólo un policía podía estar tan alejado del mundo como para creer que un punk de dieciocho años de aquel entonces pudiera saber algo sobre cocaína.

—No —dije—. Yo soy deportista.

La conversación continuó en términos parecidos: ellos intentando sonsacarme información y yo despistando la perdiz lo más lejos posible. Estuvimos así una media hora. Y entonces llegó mi amigo Jose. Con cierta preocupación observé cómo se acercaba hacia nosotros al galope, con aspecto preocupado. Por lo visto, el portero de la discoteca también le había advertido de la presencia de los dos pasmas y, ni corto ni perezoso, llegó hasta donde estábamos, apartó a un policía con una mano, luego al otro con la otra y me dijo delante de sus narices:

—César: Ten cuidado porque el portero me ha dicho que aquí dentro hay dos maderos.

Los policías me miraron, se rieron bastante y, ante el temblor repentino que habían adquirido mis piernas, me dieron un golpe cariñoso en el hombro y se largaron. Por muy alta que estuviese la música, escuché claramente sus carcajadas mientras subían la escalera en dirección a la calle. De vez en cuando aún me parece escucharlas.

sábado, 26 de enero de 2008

La Música

Musicalmente hablando, una división simplista de lo que había en la calle durante los años de la Transición nos llevaría a decir que había una minoría a la que nos movía la música y una mayoría a la que le gustaba ir de fiesta. La cosa estaba muy clara. Sin duda, muchísimo más que ahora. La música conllevaba un modo de ver el mundo, una preocupación por la imagen, una postura y, si me apuran, incluso una tendencia política. Tanto fue así que a veces me he preguntado si no hicimos demasiado caso a lo que decían las letras de algunas canciones. La orgullosa marginalidad que reivindicaban ciertos grupos de rock llevó a muchos jóvenes a enfilar el camino del que no se regresa. Y cuando digo muchos me estoy refiriendo a una generación diezmada. Pero el riesgo es una parte fundamental de la libertad y en aquella época no estábamos dispuestos a renunciar a uno ni a otra. No sería digno, entonces, decir a toro pasado que no hicimos bien. Pudimos equivocarnos, pero no por ello debemos arrepentirnos de nada.

Hoy en día no puede hablarse de una división tan extrema. La diferencia entre jóvenes existe, eso está claro, pero no hay enfrentamientos directos entre las facciones como los hubo muy a menudo a finales de los 70. Unos y otros conviven en paz desde hace más de un decenio, se respetan, cosa que nosotros no hicimos. Y no es que no supiéramos hacerlo: es que ni siquiera quisimos intentarlo. Hoy la juventud no está tan radicalizada. De eso no hay duda. Hace un par de años estuve en una fiesta retro que organizaban los componentes de un grupo de rabiosa actualidad. ¿Alguien imagina una fiesta retro en la Transición? Imposible. Jamás hubiésemos respetado algo que ya estuviese hecho. Exigíamos vanguardismo en todo lo que nos afectase y, por supuesto, también en la música. Aparte de los que ahora son clásicos del punk como Sex Pistols, The Clash o The Stranglers, apareció un montón de grupos con personalidad propia y muy diferentes entre sí: Flyng Lizards, Pere Ubu, Virgin Prunes, Joy Division, Killing Joke, The Residents, Flash and The Pan, Magazine, Television y un sinfín de formaciones con ideas nuevas. Más que la calidad musical, buscábamos lo que nunca habíamos oído.

La música, entonces, formó parte de nuestras vidas. Aún existían aquellas máquinas de discos en las que, por cinco duros, podías oír una canción en un bar. Lo malo era que todo el mundo en el local oía la canción, claro, pero así eran las cosas. En más de una ocasión torturamos sin piedad al resto de la clientela haciéndole escuchar repetidamente nuestra canción favorita. Y nadie decía nada. Estábamos en nuestro derecho.

Tampoco todos los coches tenían aparato de música. De hecho, casi ningún vehículo lo llevaba de serie y teníamos que componérnoslas para llevar un loro a pilas o algo parecido que, por lo general, colocábamos en la bandeja de atrás o llevaba el copiloto sobre las rodillas. Sonaba a demonios, claro. Entre la dudosa calidad del aparato y los ruidos de los vehículos de entonces es fácil de imaginar el desastre acústico a que nos sometíamos, pero la música no faltaba. No podíamos vivir sin ella. Grabábamos los elepés en cintas de casete que se estropeaban con el uso, que guardábamos como un tesoro y que un buen día prestábamos a alguien y se perdían para siempre. Eso era especialmente doloroso cuando se trataba de una grabación de música variada, por ejemplo, porque la cinta era única. No había ninguna igual. Sin embargo, pese a la infinidad de grabaciones que llegamos a hacer yo tenía cientos de cintas personalizadas, a nadie se le ocurrió hablar de copias ilegales ni de derechos de autor. Al contrario. La cinta pirata era una tarjeta de visita del grupo de música, que se hacía famoso yendo de mano en mano y que, para cobrar, esperaba a que la gente decidiera comprar el elepé y acudiese a los conciertos.

Y en cuanto a los conciertos, eran toda una experiencia. No había tantos como ahora, desde luego, y cada vez que algún grupo extranjero incluía España en su gira nos parecía un regalo del cielo. Por lo general se acababan las entradas en seguida, pero eso no era un gran problema. No sé cómo, la gente que no tenía entrada se ponía de acuerdo para cargar contra los porteros del polideportivo y se colaban en tromba. Luego cargaba la policía, claro, lo cual era aprovechado por otro grupo de gente sin entrada para cargar por otra puerta o incluso para colarse haciendo un agujero en el tejado. Vi eso varias veces. En una ocasión, uno de los que se había colado por el techo perdió pie y cayó sobre la cancha. Supongo que se mató. Se lo llevaron en una camilla y a nadie le importó mucho. Los conciertos eran algo que nadie podía perderse. Valía la pena jugársela para ver a Lou Reed sobre el escenario.

(Sigue en La Movida)

jueves, 24 de enero de 2008

Imágenes de la Transición

La idea de la novela

La idea original viene de lejos. Podría venir, incluso, de una de aquellas noches brillantes de la Transición en que, después de hablar durante horas, de oír música y de otras cosas que me callo, alguien de la cuadrilla dijo: De aquí ha de salir algo. Lo recuerdo perfectamente. De alguna manera éramos conscientes de que nos había tocado vivir en una época muy especial y que, para colmo, formábamos un grupo que estaba de acuerdo con su tiempo. El sistema nos marginaba descaradamente, nos tenía por delincuentes por el hecho de ser jóvenes y teníamos un millón de problemas que serían incomprensibles hoy en día, pero creíamos en nosotros. Sabíamos que teníamos la fuerza para salir adelante e incluso para destacar. Supongo que la idea de hacer algo ya estaba en el aire; y, de hecho, tan sólo dos o tres años después publiqué mi primer guión de cómic, con dibujos de mi hermano José Luis, en la revista Makoki. No fuimos los únicos. Mi hermano Carlos y otros dos de los habituales de aquellas reuniones tocaron en varios grupos de cierto renombre y uno más ha dedicado su vida a la guitarra clásica. O sea que sí: De ahí salió algo.

He de reconocer que hace unos seis años, cuando me senté ante el ordenador para escribir la novela, no sabía ni por dónde empezar. ¿Qué debía hacer con un ambiente tan difícil como el de la Transición? ¿Cómo podía combinar y dar coherencia a situaciones y conceptos tan dispares como los que se confundieron en la calle durante aquellos años? Porque una cosa es la realidad y otra, muy distinta, todo aquello que se escribe. Es imposible reflejar la incoherencia de las personas reales en la ficción: los personajes de novela han de ser necesariamente coherentes para que el lector los entienda, comprenda el argumento y no pueda quejarse diciendo: ¡Pero si ese tío decía lo contrario en el capítulo anterior! Sin embargo, en la vida real somos todos un poco contradictorios, inconstantes e incoherentes. ¿Quién no ha rectificado sobre algo que pensó en un pasado? Y entonces, ¿cómo hacer para que los lectores de hoy puedan comprender, por ejemplo, que un muchacho anarquista pudiera contar con la confianza de un jefe de extrema derecha durante aquellos años confusos? ¿Cómo hacer que parezca natural la amistad de un grupo de jóvenes que, si bien compartieron su tiempo y su espacio, eran totalmente diferentes? Lo cierto es que tenía un montón de ideas revueltas en la cabeza, pero poco más. Ni siquiera sabía que el texto iría tomando lentamente tintes de novela negra.

Pronto saldrá a la venta. Mi editor me ha dicho que se dará toda la prisa posible y que tal vez pueda estar lista dentro de un par de meses. Tal vez menos. En cualquier caso, se trata de una editorial pequeña y de nueva factura. Ya dije que las editoriales de siempre se han negado a publicarla por no ser políticamente correcta. En uno de los mails donde me anunciaban una nueva negativa, el coordinador de la editorial en cuestión me decía: Lo siento, pero ya sabes que la historia de la literatura rebosa de errores editoriales. Bueno. La novela se venderá casi exclusivamente por correo. Cuando llegue el momento daré los datos para conseguirla.

miércoles, 23 de enero de 2008

Textos Libres. Mike

Mike ha enviado un texto corto en el que cuenta una anécdota de la época y la compara con lo que habría sucedido hoy en día. Es el primer Texto Libre recibido. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com.


Recuerdo una tarde que iba con Pascale, una francesita impresionante, y nos dirigíamos a la discoteca Hilarios, como siempre. Estábamos a unos veinte metros de la entrada cuando nos cogieron dos tipos y nos apartaron con muy malas maneras. Yo tenía dieciséis años y estaba acojonado, la verdad. Resulta que eran policías secretas, qué te parece. Nos cachearon; buscaban drogas, no encontraron nada, nos dijeron que estábamos vigilados, nos trataron como a delincuentes; fatal, a empujones y golpes.

Ahora que lo pienso, mi único delito era llevar el pelo largo, chupa de cuero y un pendiente en la oreja. Me hace gracia que ahora los papás les pongan pendientes a los nenes. Entonces era prácticamente un delito.

Casi estábamos acostumbrados. En Barcelona o en Salou no paraba de detenernos la policía porque vestíamos raro. Ahora no darían abasto, madre mía. Haría falta un batallón.

lunes, 21 de enero de 2008

Los Cómics de la Transición

La mayor parte de los jóvenes leíamos cómics, un género artístico que, al menos en España, ha desaparecido casi totalmente. Pero entonces fue un medio de comunicación generalizado y es lógico que así fuese. Ya he dicho que el punk mandó a tomar viento a los músicos y demás artistas que sólo pretendían demostrar su virtuosismo y, en cambio, reveló que cualquiera podía subirse a un escenario y tocar una guitarra si tenía algo que decir. Los valores estaban cambiando. Y el cómic, en contacto constante con la sociedad de su tiempo, se convirtió en un compañero honesto y presente en todas partes. Los autores de cómic no nos retirábamos a lejanos palacios de cristal para inspirarnos como los pintores: estábamos en la calle, junto a quienes iban a leer nuestras historias al mes siguiente. De hecho, publicábamos lo que ellos querían leer. Yo trabajé para El Víbora, Makoki, El Jueves y un sinfín de revistas menores. Al igual que todos los demás autores de cómic, nunca me aparté de esa línea. Y sigo llamando de tú a la calle.

Por supuesto, los cómics de entonces no eran una sucesión tonta de imágenes con un texto de apoyo. Respondían a una necesidad crítica, a las ansias de una parte de la sociedad de verse reflejada de una vez en alguna parte. Fue el único medio que prestó atención a aquella Generación Inexistente. Quizás por eso tuvo tantísimo éxito.

Durante aquella época hubo un montón de revistas de cómics a la venta. No conozco a nadie que pudiera comprar todas las publicaciones del mercado, aunque también es cierto que cada tebeo se ocupaba de una parcela concreta de la sociedad, de una tendencia, de una estética. El Víbora y Makoki, las revistas de línea más dura y quizás herederas de revistas como Star y El Rollo Enmascarado, atendían a la población marginal, a los punks, a los drogadictos y a los más salidos de madre. El Papus, precedente de El Jueves, era la lectura preferida de los que tiraban más hacia la política. En sus páginas, Carlos Jiménez, Ivà, Ja y otros cuantos autores criticaban la vida política de un modo inteligente y mordaz, muy al estilo de La Codorniz, Hermano Lobo o La Ametralladora de tiempos pasados. Y fueron tan explícitos que la extrema derecha, el 20 de septiembre de 1977, envió una bomba en un paquete a la editorial con intención de acabar con la vida de todos los dibujantes y guionistas de la revista. La bomba explotó antes de tiempo y, en lugar de reventar la redacción con todas las personas que había en su interior, se llevó la vida del portero del edificio, Juan Peñalver.

Más tarde llegó la exuberancia. Hubo de todo. Partiendo de Tótem, Blue Jeans y Boomerang, aparecieron tebeos de aventuras, de ciencia-ficción, de línea clara o simplemente de historias dispares. Así, Comix Internacional, 1984, Rambla, Bésame Mucho, Cairo o Madriz alimentaron la imaginación de muchos jóvenes de la Transición. Aunque ya he dicho que luego se acabó. Con la aparición del manga, en manos de las poderosas multinacionales japonesas, los cómics de autor fueron desapareciendo uno por uno. O los cómics a secas, debería decir. Porque nunca me cansaré de afirmar que el cómic, igual que el cine, es un arte de masas. Y el manga tiene que ver con las masas. Pero, en general, desde luego no es arte.

viernes, 18 de enero de 2008

La calle durante la Transición

Insisto en que se ha escrito muy poco acerca de lo que no tuviera que ver con la política durante la Transición y que, además, parece que estemos todos tan contentos y felices de que sea así. Es como si necesitáramos lavar las heridas de aquella época despojándola de la humanidad necesaria para comprenderla. Pues bien. Si se ha hablado poco de muchas cosas, al respecto de lo que sucedía en la calle no se ha dicho absolutamente nada.

La calle, al contrario de lo que sucede hoy en día, estaba tomada por la gente. No sólo servía para ir de un sitio a otro y a paso ligero. Los niños aún jugaban en las plazas, los jóvenes nos sentábamos en los portales de las casas para beber las litronas e incluso había quien esperaba pacientemente a su pareja en una esquina durante horas interminables. Los parques y los jardines solían estar ocupados por grupos de adolescentes que, sin dinero para ir a ninguna parte, fumaban hachís o marihuana mientras comentaban anécdotas o se reían de cualquier cosa. En lugar de no ser de nadie, la calle era de todos.

También estaban ahí los grupos violentos. Cuando los guerrilleros de Cristo Rey iban a la caza del rojo, por ejemplo, atravesaban las calles corriendo y golpeaban a todo aquel que llevase el pelo largo o que, por cualquier motivo, les pareciese sospechoso de ser de izquierdas. Luego seguían corriendo, tomaban un autobús y se perdían por la ciudad para empezar de nuevo, varias manzanas más allá, su acción supuestamente política. Tampoco los rojos se quedaban cortos, si bien su violencia quizás no fuese tan indiscriminada. No todo aquel que llevase bigote era susceptible de ser facha, pero no fueron inhabituales los ataques a los bares o los locales donde se reunían los de derechas.

La calle fue el lugar donde se celebraron cientos de manifestaciones que hemos olvidado, donde por primera vez se hicieron conciertos multitudinarios, donde los terroristas asesinaron, según en qué año, casi a una persona cada dos días, donde la gente hizo colas larguísimas para ver las primeras películas de destape, donde desfiló un ejército todavía muy distinto al de hoy y donde, al final de la Transición, se parapetó la policía para vencer a los golpistas de Tejero.

(Sigue en La música)

miércoles, 16 de enero de 2008

Textos Libres

A partir de hoy queda abierta una nueva etiqueta en este blog: Textos libres. La cuestión no está en escribir comentarios a partir de mis artículos como se ha hecho en el blog de Los Cajones Secretos o en el de El Día de Barcelona, sino en crear artículos que puedan generar comentarios. Así, los que protagonizamos aquellos años de la Transición política, la Movida madrileña, el supuesto fin de la censura o el nacimiento del punk podremos volver a vivir lo que, sin ninguna duda, fue lo mejor del último cuarto del siglo pasado. Quien quiera contar sus experiencias no tiene más que escribirlas y enviarlas a:

cgalianoroyo@gmail.com

El nacimiento del Punk

Malcolm McLaren, el mánager de los Sex Pistols, siempre se ha adjudicado la creación intelectual del movimiento punk. Por mi parte nunca he creído que él pudiera ser el único fundador de semejante historia y, además, estoy seguro de que, en el caso de haberlo maquinado como dice, nunca pensó que pudiera llegar tan lejos. De un modo u otro, algo como el punk sólo puede triunfar si existe un caldo de cultivo para ello. Y en aquellos tiempos había un ambiente propicio, ya lo creo.

Los jóvenes estábamos hartos. Hartos de héroes, de mitos, de derechas y de izquierdas, de curas, de padres, de víctimas, de mártires, de salvadores de mundos y, sobre todo, de la sociedad que nos había tocado en suerte. Los jipis no habían hecho sino engañarse a sí mismos o engañar a los demás con el cuento del amor y la paz universal. Los grandes genios de la música sólo pretendían que admirásemos su virtuosismo sin aportarnos ninguna idea. Y eso era precisamente lo que andábamos buscando: cosas nuevas, emociones, sentimientos, amor y guerra. Solo nos faltaba que alguien nos dijese que debíamos estar orgullosos de nuestra rebeldía. De modo que, cuando los punks ingleses dieron el pistoletazo de salida, todo empezó a tener sentido.

Aquí, en España, éramos unos cuantos. Muchos menos que en Inglaterra o en Holanda, por ejemplo. No resultaba fácil andar por la calle con la cazadora cubierta de chapas y los pelos de punta durante aquella Transición tan ejemplar. La policía, amparándose en la ley antiterrorista y en la inexistencia de una ley de libertad de imagen que al final promulgó el gobierno de Adolfo Suárez, nos hacía la vida imposible. No sólo nos detenía. En cierta ocasión una de tantasme llevaron a un garaje a causa del delito de pasear por la calle y allí, mientras interrogaban a otros al más puro estilo de las películas de cine negro, me aconsejaron que abandonase la ciudad. Y eso sin poderme culpar de nada, sin haber encontrado nada comprometedor en mis bolsillos y sin que se hubiera producido ningún crimen en las cercanías del que pudiera ser sospechoso. Simplemente no les gustaba mi imagen.

Al principio el punk fue trágico y divertido. Fue elegante, innovador, aglutinador de desengañados, románticos, anarquistas y rebeldes en general. Había grupos de un sinfín de tendencias y gustos estéticos y musicales. Al contrario de lo que muchos creen, no sólo fue una moda o un estilo de música: fue una actitud frente al mundo. Y también tuvo mucho fondo. Tanto, que en Estados Unidos apenas existió. El punk fue un movimiento eminentemente europeo, y en el caso concreto de España se confundió con otros fenómenos como la Movida, por ejemplo, que nos exigía una postura y una lucidez que, desde cualquier punto de vista, no han heredado los que llegaron después. Los pretendidos punks de ahora, mezcla de jipis, resistentes de no sé qué y artistas de circo, me cansan hasta el agotamiento. Entonces había punks sucios, vestidos con camisetas estampadas y cazadoras de cuero, sí, pero también con americanas blancas o incluso de traje y corbata. No íbamos siempre igual. Casi cada día alterábamos nuestra imagen para demostrarnos y demostrar al mundo que estábamos en la vanguardia de la vanguardia. El punk fue suicida, y de ahí derivó su encanto: no duró más de tres años. En el momento en que los Exploited cantaron aquello de Punk’s not dead estuvo claro que el movimiento había muerto.

jueves, 10 de enero de 2008

El ambiente de la Transición

Por la mañana, los bares de barrio estaban llenos de jóvenes que, envueltos en el aroma del café recién hecho y del humo del tabaco, buscaban empleo inútilmente en las páginas de los periódicos. Eran muchachos cuya edad no les permitía votar y, sin embargo, ya trataban de hacerse un hueco en un mundo laboral que no iba a tenerlos en cuenta. Nunca he vuelto a ver eso. Se me puede decir que ahora sucede algo parecido en las empresas de trabajo temporal o similares, donde acuden los jóvenes con la esperanza de encontrar un empleo, pero el espíritu no es el mismo. Los jóvenes de hoy en día delegan la búsqueda en profesionales y tienen bastantes oportunidades de ganar un dinero. Los de entonces, en su mayor parte, no tenían ninguna. A eso del mediodía, cuando habían agotado los recursos del día para encontrar trabajo, se reunían en las salas de juegos para fumar unos pitillos con los amigos y echar unas partidas de futbolín. Poco a poco se gestaba una apatía hacia el sistema que, con el paso del tiempo, iría haciéndose invencible.

Por otra parte, estaba cambiando bastante el panorama de libertades. Supongo que los que habían vivido la República veían las novedades como algo esperado, pero a nosotros, que contábamos quince o dieciséis años, todo nos sabía a nuevo y exagerado. Por poner un ejemplo, hasta ese momento no existían las clases mixtas. Las relaciones entre chicas y chicos partían de cero, como si a la hora de entablar amistades tuviéramos que tratar con seres de otro planeta. Recuerdo la aparición de los partidos como algo que no acababa de comprender. ¿Quién los creaba? ¿Por qué los de la generación de mis padres conocían el nombre de muchos de los que se presentaban en las listas y yo no había oído hablar de ellos? Se nos reclutaba y se nos pagaba para pegar carteles con vistas a las elecciones generales y apenas sabíamos distinguir entre un partido político y un sindicato. De hecho, nos daba igual trabajar para unos u otros mientras fuesen de izquierdas y nos pagasen. Los grupos nocturnos de pegada de carteles iban siempre acompañados de dos o tres tíos armados con porras. Recuerdo que nos decían antes de salir con los cubos llenos de cola, las escobas y los rollos de carteles:

Respetad los carteles de tal partido, de tal otro y del de más allá. ¡Y tened mucho cuidado con los del partido que ya sabéis! Ayer por la noche hubo follón con ellos y dos de los nuestros salieron heridos.

Mientras tanto, la política con mayúsculas estaba en el aire que respirábamos como nunca lo había estado. Si la ETA, el FRAP, el GRAPO y alguno más actuaban por la izquierda, la Triple A, el Batallón Vasco-Español y los Guerrilleros de Cristo Rey lo hacían por la derecha. Estaba dentro de lo comprensible que los etarras y los guardias civiles se liasen a tiros en las montañas de Euskadi, pero cuando empezó a hablarse de terrorismo de derechas, muchos no lo entendieron. La censura y la propaganda del régimen franquista durante casi cuarenta años habían conseguido que la mayor parte de la población no pudiera ni siquiera concebir que hubiese un terrorismo de derechas. Aún no sabíamos que el terrorismo es un método y que, por lo tanto, no pertenece a unos ni a otros.

Y de fondo estaba el constante ruido de sables, claro, del que no pudimos deshacernos hasta bastante después de la intentona de Tejero. Me refiero a la segunda, porque un par de años antes del 23-F hubo otro intento de golpe de Estado protagonizado por los mismos sujetos, la Operación Galaxia. Y aún hubo más. Otros golpistas trataron de eliminar al Rey, años más tarde, por medio de una bomba en medio del desfile que hacían y hacen los militares cada año. Pero al margen de los hechos, de las intentonas y de la realidad de las conspiraciones, la opinión del ejército pesaba en la sociedad y estaba presente como una amenaza. El día menos pensado veremos los tanques en la calle, decíamos algunos.

En cuanto a los estudiantes, tanto en las Universidades como en los institutos se respiraba un ambiente revolucionario. Tal vez un poco descafeinado, ingenuo, pero revolucionario. La Universidad todavía era un foro de estudio y debate y no un modo de acceder al mercado profesional. Las asambleas de delegados decretaban huelgas casi por cualquier motivo, los piquetes informaban a los demás centros educativos y las manifestaciones se convirtieron en algo habitual. Todo eso, naturalmente, en medio de una confusión formidable de conceptos, cerveza e ideologías.

La muerte de Franco abrió paso a las libertades. De eso no hay ninguna duda. Creo que en España no ha habido ni habrá una época más libre. Actitudes que hoy en día serían reprobadas inmediatamente por toda la ciudadanía, estaban entonces aceptadas e incluso bien vistas. Fumábamos en las aulas, por ejemplo, mientras el profesor de matemáticas observaba, absorto, el collar de perro que yo lucía en el cuello. Salvo en las iglesias y en los hospitales, se fumaba en todas partes. Una vez legalizado el Partido Comunista, Santiago Carrillo estuvo a punto de conseguir la despenalización del hachís y la marihuana. Lo planteó en el Congreso mientras fumaba uno de sus inseparables cigarrillos negros. Porque en el Congreso también estaba permitido fumar. Podían fumar incluso los que tenían la palabra. En cuanto a libros y revistas, recuerdo ciertas portadas que hoy en día estarían totalmente prohibidas. Por lo demás, pudimos hacer de todo. Nos la jugábamos a cada paso, pero estábamos orgullosos de ser jóvenes.

A finales de los 70 estaba el ambiente preparado para cualquier cosa. Y poco a poco fue llegando todo, claro, con unas consecuencias que a veces fueron maravillosas y a veces fueron terribles. Pero no me arrepiento de nada. Ese es el precio de la libertad.

martes, 8 de enero de 2008

Introducción

A finales de los setenta y principios de los ochenta del siglo pasado confluyeron unas circunstancias que dieron lugar a la existencia de una generación sobre la que apenas se ha escrito. Sería peligroso saber de ella en estos tiempos de sensibilidades exageradas, de privación de libertades y de denuncias por nada. En esencia, esa es la razón de que un buen número de editoriales me devolviese el original de La generación inexistente durante cinco años. Los comentarios siempre tenían el mismo aire: Nos ha gustado mucho, pero no es el momento adecuado para su publicación.

Yo acababa de publicar El exilio está aquí, un libro difícil de clasificar aunque fácil de comprender. Me consta que, al leerlo, mucha gente se sintió identificada con algún personaje o se vio a sí misma inmersa en alguna de las situaciones que describe. Es un libro que entró bien (hace poco me reí al descubrir que, en Estados Unidos, hay un tipo que vende los ejemplares de la edición española a más de 300 euros). De modo que, una vez conseguida la edición italiana, me puse a escribir otra cosa. Pero la realidad está compuesta de buenas y malas experiencias, de vivencias duras o placenteras, de mucho más de cuanto uno pueda imaginar, y yo tenía una deuda conmigo y con mi tiempo, con mi generación. Debía llenar el hueco que se había abierto entre la muerte de Franco y la consolidación de la democracia. Un hueco que nadie se había atrevido a rellenar. Sé que corren malos vientos para las verdades y que la novela debía haberse publicado cuando la Movida, por ejemplo, pero en ese entonces no habría tenido ningún sentido. Era necesario el salto en el tiempo para comprender mejor aquel ambiente y lo que sucedía en la calle. Al contrario de lo que decían las editoriales al devolverme el original de la novela, el mejor momento para comprender aquellos hechos es precisamente ahora. Sólo ahora, envueltos en esa asepsia vital a la que nos han condenado y a la que nos resignamos como si fuese algo inevitable y necesario, podemos observar con la distancia necesaria aquellos años de ideales, de culturas, de contraculturas y de excesos.

A algunos nos tocó vivirlo. Es cierto que muchos otros vivieron la misma época sin enterarse de nada de lo que cuento. Pudimos evitarlo como hicieron ellos, pero creo que, tal vez sin saberlo, no quisimos perdernos lo mejor del fin de siglo. La Transición política española se confundió con el estallido del movimiento punk, con la Movida madrileña, con la libertad sexual, con el boom de las drogas, con el cómic entendido como un arte y no como materia prima de las multinacionales, con un modo de entender el mundo y la vida totalmente nuevo y muy distinto a los anteriores y a los que llegarían después. Fuimos todo eso. Ya lo he dicho: nos tocó. O quisimos que nos tocase.

Hasta ahora, los estudios sobre el día a día de la Transición han sido panorámicas fugaces que no han llegado, ni por asomo, a profundizar en las emociones y los sentimientos de entonces. Cuando se habla de esos tiempos se recurre exclusivamente a la política, y no a toda. No se habla de que hubo terrorismo de todos los colores, de izquierdas, de derechas y de ni se sabe. Casi nadie ha mencionado a aquellos grupos paramilitares y neonazis que estaban muchísimo más presentes en las calles que los skins de hoy en día, por ejemplo. Se habla poco del abuso de poder de la policía, de las redadas continuas en los bares, de las huelgas, de la lucha por la libertad de imagen. Un pendiente en una oreja masculina era suficiente para justificar un cacheo y una burla que, poco a poco, generaban desprecios y enemistades. Y el ruido de sables, a modo de recuerdo de lo que podría ser el futuro inmediato, era un rumor tan habitual como comentado en los colmados, en los institutos, en los puestos de trabajo. La Transición no fue tan ejemplar como han dicho más tarde. Ni mucho menos.

Mi novela está ahí, en medio de todo lo que he dicho, entre los punks y los grupos violentos de falangistas, en los bares luminosos de diseño, en medio de las ganas de vivir y, como suele suceder cuando se vive tan intensamente, muy cerca de la muerte.