Para hacer ambiente, también yo voy a contar una anécdota de aquellos tiempos. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante
Una de aquellas noches, cuando iba a entrar en la discoteca de costumbre, me paró el portero del local y, con cara de intrigante o de conspirador, me dijo:
—César, ten cuidado porque dentro hay dos policías de la secreta.
—Ah, gracias por el soplo —le dije—, pero no llevo nada encima que pueda comprometerme.
—Bueno. Yo ya te lo he dicho.
A pesar de no tener ninguna razón para temer nada, bajé con precaución la escalera que conducía a la pista. Hemos de recordar que la policía de entonces rezumaba franquismo por todos sus poros y se conducía de un modo que hoy constituiría todo un escándalo. En cuanto a mí, con mi estética punk, estaba pidiendo a gritos que me detuviesen. Una vez abajo eché un vistazo para controlar la situación y, zas, ahí estaban. Dos tíos fuertes, de unos treinta años, desentonaban visiblemente en medio de la clientela habitual de la discoteca, compuesta sobre todo por punks, piraos, plumas y demás bailongos.
Fui a la barra sin perder de vista a los dos individuos. Estaba seguro de que tarde o temprano iban a decirme algo, pero se trataba de ganar tiempo, no sé, de disimular aunque no hubiese motivo. O sí lo había, claro. No era necesario ser un delincuente o un traficante para pasar la noche en comisaría si a esos tipos les daba la gana. De modo que era mejor pasar desapercibido. Pero en seguida me di cuenta de que mis precauciones no iban a servir de nada. De reojo vi cómo uno de ellos me señalaba mientras hablaba con el otro. Ya está, pensé, ya vienen.
—Hola, hombre —dijo el primero, colocándose a mi derecha y apoyando un codo en la barra en plan colegueo.
—Hola —le dije. El otro se puso al otro lado.
Como era de esperar, trataron de ganarse mi confianza haciéndose los simpáticos. Me preguntaron un montón de cosas a dos bandas, como si quisieran despistarme para atacar cuando menos lo esperase. Y llegó el momento, claro.
—¿Sabes quién tiene coca? —preguntó uno de ellos. En aquel entonces la cocaína era un vicio de ricos. Era casi imposible que un pringao como yo pudiera tener la más mínima idea al respecto. De modo que, en caso de que hubiera tenido dudas acerca de su identidad de policías, ya estaba claro. Sólo un policía podía estar tan alejado del mundo como para creer que un punk de dieciocho años de aquel entonces pudiera saber algo sobre cocaína.
—No —dije—. Yo soy deportista.
La conversación continuó en términos parecidos: ellos intentando sonsacarme información y yo despistando la perdiz lo más lejos posible. Estuvimos así una media hora. Y entonces llegó mi amigo Jose. Con cierta preocupación observé cómo se acercaba hacia nosotros al galope, con aspecto preocupado. Por lo visto, el portero de la discoteca también le había advertido de la presencia de los dos pasmas y, ni corto ni perezoso, llegó hasta donde estábamos, apartó a un policía con una mano, luego al otro con la otra y me dijo delante de sus narices:
—César: Ten cuidado porque el portero me ha dicho que aquí dentro hay dos maderos.
Los policías me miraron, se rieron bastante y, ante el temblor repentino que habían adquirido mis piernas, me dieron un golpe cariñoso en el hombro y se largaron. Por muy alta que estuviese la música, escuché claramente sus carcajadas mientras subían la escalera en dirección a la calle. De vez en cuando aún me parece escucharlas.
1 comentario:
pozí!
como la cagué tío!
(er jose)
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