miércoles, 26 de marzo de 2008

Otro fragmento de la novela

Hace unos veinte días publiqué aquí un fragmento de la novela. Hoy publico otro. Ambos pertenecen a los momentos iniciales de la narración, cuando está planteándose la trama y aún no se adivina por dónde pueden ir los tiros. Porque se trata de una novela de intriga, ¿no lo había dicho? Bueno. Espero que la publicación de este fragmento sirva para afianzar las ganas que tienen algunos de que salga ya a la venta.


«No hay que subestimar al enemigo», dice Raúl Portales. Está sentado enfrente de Isabel. También para él han pasado los años —debe tener cincuenta—, pero sigue siendo un hombre fuerte y conserva la confianza en sí mismo que tenía en su juventud. «No, no hay que subestimar al otro. Muy al contrario de lo que pensara Gonzalo o de lo que piense quien sea, sólo se nos veía cuando nosotros queríamos que así fuese. Eran tácticas de intimidación que poníamos en práctica, sobre todo, al principio de cada temporada. Si de ese modo conseguíamos que los delincuentes decidiesen ir a otra parte a tocar las narices, mejor para todos. Y dejémonos de cuentos, porque el grupo de Gonzalo y los otros bailaba muy a menudo entre lo decente y el delito y, por lo tanto, tenía que aparecer en la lista negra del sargento Zafra, o el Turco, vaya, como sabíamos que le llamaban en la calle». Raúl enciende un cigarrillo y, después de echar el humo, espera un segundo y sigue hablando. «Yo estaba entonces a sus órdenes. El sargento era el prototipo del policía franquista fuera de contexto. Porque Franco había muerto, pero las secuelas de su manera de poner orden en todo esto se quedaron con nosotros durante unos años. Algunas veces estuve a punto de decirle: “Mi sargento, déjelo: Franco ha muerto y el mundo es otro”, pero creo que no me habría entendido. Una vez me enseñó una especie de calendario de bolsillo que llevaba impresa la foto de Franco en su ataúd, la bandera haciendo ángulo y un escrito al lado: “Señores demócratas: este hombre fue honrado, gobernó España infinitamente mejor que ustedes y murió en la cama”. Algo así. El sargento era amigo de estas cosas. Le gustaban los llaveros con la cara de Primo de Rivera, las botellas de vino etiquetadas a la memoria del generalísimo, todo ese follón de objetos patrióticos que por aquellas fechas se pusieron a la venta como si fuesen las reliquias de los santos. Y por supuesto no era el único al que le iba esa tendencia en la comisaría. Pero yo era mucho más joven que él y pertenecía a una nueva generación, sin tanto pasado donde mirar y, en consecuencia, sin rencores. Por eso chocábamos de vez en cuando. El Turco todavía creía que el delincuente llevaba escrito el delito en la cara, que todo lo que salía de lo normal estaba causado por las drogas y sí, es verdad, Gonzalo y los otros le molestaban. Sabíamos que eran consumidores ocasionales de drogas, un poco gamberros, bastante juerguistas y algo rojillos, pero el país estaba lleno de consumidores ocasionales de drogas, de gamberros, de juerguistas y de rojillos. ¿Por qué se fijó el sargento precisamente en ellos? Nunca me lo dijo. Se lo pregunté un día en que íbamos tras unos pájaros realmente peligrosos, vimos por casualidad a Julio y Antonio con sus pintas de costumbre y el sargento ordenó que parásemos y que les cacheáramos “por si acaso”. Le dije: “Mi sargento, nos estamos equivocando de sospechosos”. Me fulminó con la mirada, no tuvimos más remedio que cumplir la orden y, por supuesto, perdimos la pista de los otros, los realmente peligrosos, que tuvieron tiempo y escaparon. Sí: el sargento tenía una especie de obsesión con esos muchachos. Y creo que no era sólo porque fuesen unos drogadictos y unos rojos. Ya he dicho que había muchos de ésos por ahí. La cuestión estaba en que eran unos rojos y unos drogadictos y, además, lo iban diciendo a gritos. Creo que ésa era la clave, lo que el sargento no podía soportar». Raúl hace una pausa para pensar. Luego continúa hablando. «Cada año, poco antes de las vacaciones de la semana santa, el sargento organizaba una serie de operaciones de limpieza que agrupábamos bajo el nombre de Campaña de Primavera. Era por el turismo, claro. La nuestra era una ciudad de verano, de cartón y pegamento, de muchas luces cuando estaba a tope y casi abandonada durante los meses de invierno. Por eso en invierno nos dedicábamos a otros asuntos y, cuando se acercaba el verano, dábamos unas batidas y dejábamos limpio el horizonte para los turistas. ¿Quién recibía sobre todo en esas operaciones de limpieza pura y dura? Los más estrafalarios, claro, y los pintas y los que pudieran estorbar en la fotografía de recuerdo aunque no se hubiesen metido con nadie. O sea que los tipos como Gonzalo, Isabel, Julio y Antonio tenían todos los números, porque aparte de dar la nota con sus pelos de punta y sus cazadoras de cuero, se metían con la gente. O vacilaban al personal, vaya, que viene a ser lo mismo». Fuma otra vez y continúa. «Pero recuerdo que en 1980 no hubo Campaña de Primavera. El sargento tuvo que ausentarse por motivos personales y no quiso delegar en nadie. Estuvo fuera bastante tiempo y, cuando volvió, encontró su ciudad hirviendo de turistas que, a su entender, le estaban reprochando que permitiese ir por la calle a espantajos como Gonzalo. Por eso perdió los papeles. Quiso demostrar que había vuelto y, en su empeño de dejarlo bien claro, se pasó de rosca y puso en movimiento a todo el mundo, dio órdenes de locos, confundió a las patrullas y llegaron a encontrarse dos de ellas en el mismo lugar, nada menos que en el bar Colores. Lo nunca visto. Yo no viví el incidente porque tenía otras cosas que hacer, pero me lo contaron los compañeros. De risa. Sí, estuve riéndome una hora. Pero aumentó la tensión. Porque el sargento estaba seguro de haberse convertido en el hazmerreír de la tarde y, claro, no iba a perdonarlo. Se lo vi en los ojos al día siguiente, cuando dijo sin venir a cuento: “Se van a enterar esos cabrones”. No dijo a quién se había referido ni me atreví a preguntárselo, pero supe que hablaba de Gonzalo y de Julio. No de Manuel, con quien tenía un trato distinto porque, bueno, sólo era un delincuente como tantos otros. A Manuel le importaban un carajo las ideologías y las banderas y, además, no estaba jugando a ser delincuente: lo era. Pues bueno. El sargento dijo “se van a enterar esos cabrones” y yo entendí que hablaba de Gonzalo y Julio. Pero no hizo nada porque alguien se le adelantó».

3 comentarios:

Anónimo dijo...

tachán, tachán... joer qué suspense.

Anónimo dijo...

la cosa pinta bien!
y algunas cosas me suenan ...
Jose

Anónimo dijo...

Jolín César, cortas en lo mejor!