miércoles, 5 de marzo de 2008

Un fragmento de la novela

Ayer me enviaron las pruebas de maquetación de la novela para que diese el visto bueno. Aún hay que pulir algunos detalles, pero están dentro de lo razonable y parece que dentro de poco tendremos el libo entre las manos. Creo llegado el momento, entonces, de dar un adelanto. Os ofrezco la lectura de un fragmento que pertenece al primer capítulo. Ahí va.


Andrés llevó barbas de izquierdoso durante años y, poco a poco, inundó de chapas las solapas de una gabardina que le prestaron y que llevó también durante años. Ahora está casado, trabaja donde puede y se dedica a observar cómo es el mundo que un día tendrá que dejar a sus hijos. Piensa un poco y después dice: «Desde luego, estaba todo muy mal. Por las mañanas, los bares estaban llenos de jóvenes como nosotros que buscaban empleo en los periódicos. Daba igual lo que dijese el gobierno, porque no había trabajo ni había porvenir a corto plazo ni había nada. Y sí había, por ejemplo, terrorismo. Había a patadas. Terrorismo de derechas y de izquierdas, para dar y vender: la eta, el grapo, la Triple a, el Batallón del no sé qué y la madre que los parió. Hasta la fecha, los que habíamos sido educados por curas franquistas sólo sabíamos relacionar el terrorismo con las izquierdas. Eso nos enseñaron. Pero la democracia aportó nuevos puntos de vista y, así, recuerdo un artículo de una revista que me abrió los ojos. Decía que el terrorismo era un método y que, por lo tanto, no podía ser algo propio de la derecha o de la izquierda. En todo caso, da igual. La gente todavía creía que era posible resolver los problemas a estacazos, como si no hubiese cambiado nada desde la guerra civil y bastasen dos brazos y un par de güevos para enfrentarse a un ejército. Eso, en cuanto a lo que se respiraba en la calle. Porque, mientras tanto, en los despachos de algunos generalazos iba tomando forma la amenaza de un golpe de Estado. O sea que sí, vaya, que estábamos en el paraíso.

»Conocí a Julio en uno de esos bares mañaneros de cafés con leche y jóvenes buscando empleo en los periódicos. Yo era uno de ellos. Él no, claro: había ido a parar a ese bar por pura casualidad, después de haber pasado la noche de juerga en La Pista y a puerta cerrada, según me dijo después con aires de privilegiado. Yo no había estado nunca en La Pista. Hasta que conocí a Julio, para mí la vida había sido una lucha constante de ricos contra pobres, de empresarios y trabajadores envueltos en conflictos que algún día, por esa lógica de la justicia que no sé de dónde sacaron los teóricos de izquierdas, se resolverían a favor de los trabajadores. Yo había heredado el compromiso social de mis padres. O de mi madre, debería decir, porque mi padre se fue literalmente a por tabaco cuando yo era pequeño y no volvimos a verle el pelo. Fue mi madre quien nos educó. A mí y a mis siete hermanos. Pero por aquel entonces nadie imaginaba que la música, el alcohol y las reivindicaciones políticas pudiesen ir de la mano, no sé, habría parecido poco serio. O sea que, cuando Julio me habló de política y de drogas como si semejante combinado estuviese en boca de todo el mundo y fuese lo más normal, empecé a sospechar que el camino no era uno, que había muchas sendas que antes no veía para llegar al mismo sitio y que quizás había llegado la hora de variar de trayectoria. También pensé que ese tío estaba loco, claro, y que yo lo estaba más por escucharle. Pero el suyo no era el discurso de un majara o de un borracho que aún no ha vuelto a casa. Tenía coherencia, había sido meditado con calma, en otro ambiente y con otro cuerpo, seguro.

»El caso es que la conversación de Julio me cautivó o, por lo menos, me sacó de esa rutina de tomar el café con leche y mirar los periódicos sin motivación, por inercia o por no sé qué pretensiones de ganarse uno la vida. Y eso que no hablamos mucho aquella mañana. Como he dicho, Julio había pasado la noche en blanco y a cada rato caía en una especie de sopor que le impedía seguir el hilo de la conversación, cerraba los ojos unos instantes y la cabeza se le iba sobre un hombro o sobre el otro, como si el cuello no pudiese aguantar el peso. Pero luego se despertaba y en algunos momentos volvía a la cuestión con una lucidez que llegó a sorprenderme. ¿Cómo era posible que ese tío, a esas horas y sin dormir, pudiera sacarse de la manga semejante precisión y ese tino en sus apreciaciones? Hablamos hasta el mediodía. Después, cuando Julio se fue, empecé a pensar en muchas cosas y me di cuenta de que podíamos haber estado hablando durante horas, días enteros o incluso meses y aún nos habría quedado mucho por hablar. Estaba seguro de que volveríamos a vernos y así fue, claro.

»Pero no. Yo no pertenecí al grupo. Al menos, no en sentido literal; no como pudo pertenecer Isabel, por ejemplo, que se integró más y llegó a convivir con ellos y a participar en algunas movidas, digamos, de cierto peligro. Yo seguía viviendo en casa de mi madre y, si es verdad que me juntaba con ellos cuando tenía el fin de semana libre, siempre supe dónde estaba mi sitio. O sea que no. El grupo estaba compuesto por Julio, Gonzalo y Antonio. Quizás Isabel, no sé, pero nadie más. Era un grupo distinto a los demás grupos de amigos que he conocido en mi vida. Si Julio, Gonzalo o Antonio estuvieran aquí, negarían que hubiesen formado parte jamás de ningún grupo. Y hasta es posible que Julio se indignase, sacase pecho y tratase de lavar la afrenta a la tremenda, como acostumbraba a reaccionar en ese tipo de situaciones.

»Eso me trae a la memoria la segunda vez que Julio y yo nos vimos. Fue en el Colores, unos días más tarde. Eran las diez y media de la noche, esa hora tonta en que la gente decente se iba a cenar y los de siempre nos quedábamos a la espera en los bares. Julio estaba en una esquina de la barra y yo estaba al otro lado. Llegué a creer que Julio había olvidado nuestro primer encuentro, porque no me saludó al entrar ni me prestó la más mínima atención durante una media hora larga. Se sentó allí, en la esquina, y sólo abrió la boca para pedir de beber. Yo sabía que Julio estaba haciendo tiempo hasta la hora en que abriesen las puertas de La Pista y que, por lo general, después de beber unas cervezas en el Colores iba a otros locales para encontrar a sus amigos. O sea que no dije nada. De pronto, Julio acabó la última cerveza de un trago, pagó y, al pasar junto a mí para salir del bar, me preguntó:

»—¿Vienes?

»Así, sin dar más pistas. Pero yo no tenía nada mejor que hacer y fui con él, claro. En la calle hacía calor y se oían las voces y el ruido de los cubiertos y los platos de los que estaban cenando en las terrazas de los apartamentos.

»—¿Dónde vamos?

»—Al Cientocuatro —dijo Julio, y echó a andar.

»¿Al Cientocuatro?, pensé. O mucho había cambiado, o el Cientocuatro era un bar de pijos y de fachas, un lugar feísimo y con un ambiente de cafetería de Facultad de Empresariales. Una vez me equivoqué y entré en plena fiesta de cumpleaños o de puesta de largo o algo así. Bueno, a mí me pareció eso, aunque bien podría ser que esos horteras se divirtieran siempre de esa manera ridícula, como si estuviesen en uno de esos bailes ñoños de adolescentes norteamericanos de las películas, pidiéndose para bailar y bebiendo refrescos de cola. Estuve allí lo justo y me largué a otra parte. Pero aquella noche, con Julio, fue diferente. Para empezar, cuando llegamos sólo estaba el camarero, un tío repugnante que casi se asustó al vernos entrar. ¡Pobre imbécil! Seguro que le robaban el bocadillo en el colegio. Julio pidió dos cervezas y no dijo nada más. Estuvimos ahí, bebiendo en silencio, mientras iban entrando algunos clientes que, nada más vernos, enmudecían por un momento y luego se sentaban lo más lejos posible de nosotros. Creo que pasó una hora. El camarero ya nos servía sin preguntar qué queríamos cuando Julio le hacía el gesto de Dos más con una mano. No sé cuántas cervezas bebimos. ¿Seis? ¿Siete cada uno? El caso es que el bar empezó a llenarse de gente y entonces Julio se levantó del taburete y empezó a pasearse con aires de chulo entre los clientes. Vamos a ver si me explico: no insultó a nadie ni parecía andar buscando bronca. Sólo paseaba, pero estaba claro que podía no haberlo hecho, que podía haberse quedado sentado para evitar problemas y que, en vez de eso, estaba haciendo lo posible por molestar, por ponerse en medio de todo y de todos. El juego funcionó hasta que, claro, dio con uno al que no le debía gustar que le tocasen mucho los cataplines. O sea que, cuando Julio se puso a mirar descaradamente el culo de una chica rubia que concentraba la atención de buena parte de la clientela masculina, saltó un tío enorme gritando “Vas a ver tú, hijo de puta” y, bueno, fue cuestión de un segundo. Hubo un revuelo formidable en el gallinero y por un momento creí que íbamos a salir de allí en camilla, pero nadie tuvo tiempo de hacer nada. A una velocidad pasmosa, Julio cogió una botella por el cuello, la partió contra la pared y el tipo que había iniciado la revuelta se encontró, de pronto, con media botella rota delante de sus narices y la mirada de Julio clavada en sus ojos: “Alguien se mueve y te destrozo la cara”. El tiempo se paró como en una fotografía. Lo vi todo negro. Todo el mundo estaba a punto de matar a alguien y nadie daba el primer paso. Luego, sin dejar de esgrimir la botella, Julio empezó a recular lentamente hacia la puerta y yo le seguí, claro, porque no era cuestión de quedarse ahí ni un minuto más. Salimos y echamos a correr. (Sonríe) Creo que nunca he corrido tanto. Nos refugiamos en el portal de un bloque que ya no existe, cerca del Mercado viejo. Me apoyé en la pared y, mientras trataba de recuperar el resuello, me puse a pensar en lo que acababa de suceder. ¿Para eso me había invitado Julio a ir con él? ¿Para montar un número en un bar de fachas? Le miré. Julio estaba doblado hacia delante, respirando muy fuerte. Me parece que miraba cómo caían al suelo las gotas de sudor desde su barbilla. Le dije:

»—Oye... Tú estás loco, ¿no?

»Julio levantó la vista y estuvimos mirándonos a los ojos sin decirnos nada durante un buen rato. Luego se irguió, encendió un cigarrillo y, después de dar unas caladas profundas, movió la cabeza como diciéndome “Venga, vamos a tomar algo”. No me estaba preguntando si me apetecía. Tiró el cigarrillo casi entero y enfiló la calle en dirección a la zona de La Pista. Aún no sé por qué, le seguí otra vez».

4 comentarios:

MIGUEL ANGEL DÍAZ DE QUIJANO SANCHEZ dijo...

Bueno, voy a abrir los comentarios en este adelanto de la novela:
a mi me gusta , ahora mismo me gustaría saber que es lo siguiente que les pasará a Andrés y a Julio aunque vaticino que se van a meter en unos cuantos lios ¿no es asi Cesar?.
mike

Anónimo dijo...

Bueno, ya se habían metido en algunos. El adelnato este no es el principio de la novela.

Anónimo dijo...

Este Andrés y este Julio me suenan!
Parecen simpáticos!
Seguro que se lo pasaban en grande!
Lo mejor es cómo lo cuentas!
¿Cuándo sale el libro?
Wonderful!
Er jose

Anónimo dijo...

Cesar, esto pinta bastante bien (ganas tengo)
Siempre pensé que tu arrepentimiento fue eterno (dejarle la gabardina a un amigo y no volverla a ver sobre tus propias espaldas...). Hasta llegar a pasear por la playa con la dichosa prenda !!!(la cara de los giris y de los no giris era para montar un albun... de fotos). No teniamos dinero ... ni verguenxa.
Lluis