sábado, 1 de marzo de 2008

La lucha de los institutos en La Transición

Tendría yo quince o dieciséis años cuando me matriculé en un instituto de Barcelona que, por aquel entonces, era el abanderado de las huelgas y demás luchas revolucionarias de la ciudad. Fue pura casualidad. El centro más cercano a casa estaba hasta arriba y quiso el destino que encontrase una plaza en un instituto que estaba a tres paradas de metro y cuya fama, por cierto, llegaba bastante más allá. Un primo de no sé quién que tenía algo que ver con el Ministerio de educación dijo, cuando mi madre le pidió informes:

¿Va a ir a ese instituto? Ahí va lo peor de lo peor.

Bueno. Quizás no fuese para tanto. Yo salía de un colegio religioso de los de entonces, con su mandanga franquista y todo eso, aunque exento de la parafernalia que suelen adjudicar a esos colegios los que jamás estudiaron en ellos. Es cierto que los profesores de gimnasia eran militares y que nos hacían marcar el paso en el patio, pero jamás canté el Cara al Sol ni estaba la foto de Franco sobre la pizarra. Supongo que eso fue antes, en la época de mis hermanos. En cualquier caso, el instituto que me había tocado en suerte era muy diferente. El hecho de compartir aula con seres del género femenino se me hacía una novedad alucinante y más que atractiva. Estamos hablando del año 1977. La enseñanza mixta no existía en los centros privados; sólo en los públicos, y no en todos.

En esos años turbulentos estaba de moda que los estudiantes se involucraran en la lucha política. Los universitarios se enfrentaban regularmente a las fuerzas del orden en unas manifestaciones que, por lo general, tenían un sentido. Pedían amnistía, libertad y todas esas cosas que ahora hemos cambiado por una seguridad que, en muchas ocasiones, no nos sirve para nada. Pero el caso de los estudiantes de instituto era muy distinto. No sé si a causa de mi carácter o por alguna otra razón, en seguida me nombraron delegado de curso y, en consecuencia, debía acudir a las juntas de delegados para decidir lo que en esos momentos se terciase. Recuerdo muy bien la primera reunión. Entraron dos tíos en el aula sin llamar y, sin importarles un pepino haber interrumpido la clase, dijeron: Que salga el delegado. Hay junta. Miré al profesor, éste hizo un gesto con la cabeza y me dirigí a donde me indicaron los dos pollos. El aula donde se celebraba la reunión estaba tan llena de gente como de humo. Ahora me extraña, pero entonces no. Y no me extrañó porque entonces estaba permitido fumar en clase. O sea que, con mayor razón, tenía que estar permitido fumar en una muy intensa y revolucionaria reunión de delegados. Acabáramos. Creo que la cosa fue así. Un tío se subió a una mesa envuelta en humo de tabaco y dijo: ¿Estamos de acuerdo? Todos dijeron: ¡Sí! Y el pollo gritó: ¡Pues huelga indefinida! Palabra de honor que la huelga duró tres semanas y nunca supe por qué la hicimos. En cierta ocasión mantuvimos tres días una huelga porque un bar cercano al instituto había subido un duro los bocadillos. Y en otra dejamos de ir a clase porque un alumno se había pillado una mano en la puerta del metro. Era una revolución muy extraña, aunque también hubo veces en que la cosa pintó de otro modo.

Por ejemplo, cierto día entraron al edificio dos docenas de guerrilleros de Cristo Rey y empezaron a largar cadenazos y hostias de todo tipo a diestro y siniestro. En seguida bajaron los mayores o sea los de COU y 3º de BUP y consiguieron ponerlos en fuga tras una batalla tremenda. Recuerdo que también hubo follón un día en que a alguien se le ocurrió colgar una bandera republicana del mástil del balcón del instituto. Se trataba de un acto muy grave. Las cosas no estaban para bromas de ese calibre y llegó una dotación de la policía para solucionar el asunto.

Pero el día que recuerdo una mayor intensidad en el centro fue cuando alguien llamó por teléfono diciendo que había puesto una bomba. Estábamos en clase, como siempre. De pronto se abrió la puerta, asomó la cresta un tío con el careto desencajado y gritó: ¡Han puesto una bomba en el instituto! ¡Desalojad las aulas! ¡Todo el mundo a la calle! Aquello fue una desbandada general. Eché un vistazo por la ventana y vi que en la calle había unos cuantos policías intentando poner orden. Los estudiantes salían en tromba, a mares. O sea que olvidé la ventana de las narices y también eché a correr. Bajé los escalones de tres en tres o de cuatro en cuatro, no sé, pero los bajé a toda leche. Y una vez abajo, después de reunirme con los amigos que, por cierto, se habían sentado frente al instituto para ver cómo saltaba el edificio por los aires, recordé que me había olvidado algo en el aula: la cazadora cruzada de cuero que acababa de comprarme. De modo que a correr otra vez, pero hacia arriba. Una cosa era una amenaza de bomba y otra dejar la chupa en el respaldo de la silla para que se la quedara cualquier gilipollas que no se hubiese creído lo de la bomba. Porque hubo quien no se movió de su asiento por mucha bomba que dijeran haber puesto. En cuanto llegué al aula me di cuenta. Un grupo de cinco individuos e individuas se habían quedado en clase con el profesor de latín y, cuando entré, estaban repasando no sé qué declinación. Pero la cazadora estaba en su sitio. Uuuuuuuf. La cogí, di la vuelta y, de nuevo como un rayo, bajé los escalones hasta la calle. Los amigos ya se habían ido al bar y, como a fin de cuentas yo tampoco acababa de creerme lo de la bomba, fui tras ellos a meterme un vermú entre pecho y espalda. El instituto no estalló, claro. Pero pudo haberlo hecho. Lo tremendo del caso es que a nadie le habría extrañado que alguien hubiese puesto una bomba en un centro de enseñanza. Eran tiempos duros, ya digo. Y curiosos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

asín era!

movidas del estilo eran relativamente frecuentes.

cuando subías por la chupa, yo debía estar ya jugando al futbolín.

seguramente ...

er jose

MIGUEL ANGEL DÍAZ DE QUIJANO SANCHEZ dijo...

Recuerdo muchos avisos de bomba, sobre todo si había examen....
mike