viernes, 29 de febrero de 2008

Textos Libres. Lluis (3)

Lluis nos envía otro texto y nos habla de una de aquellas redadas de la Transiciónstsl duien recuerda "El conoci. He de recordar que uno de los personajes de la novela está inspirado en él y que, si alguien quiere saber cómo era Lluis entonces, no tiene más que mirar la foto de la cabecera de este blog. Es el de más a la derecha del lector, el tipo que está encendiendo un cigarrillo. Por otra parte, el pub al que Lluis se refiere en este escrito también aparece en la novela: su nombre ficticio es Bar Colores. Lluis aún no ha leído la novela y, por lo tanto, ignoraba este último detalle a la hora de enviar el texto. Por otra parte, yo también estuve en la redada que nos cuenta. Debía ser el año 1979. Y fue brutal. La policía se llevó a todo el mundo (mucha, muchísima gente), con la excepción de los camareros, el disc jockey (que era yo), un grupo de quinceañeros entre los que se ocultó otro de nuestros colaboradores de Textos Libres (JADQS) y dos chicas que estaban remendando los pantalones de uno de los camareros. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com.


Recuerdo muy bien (cómo no recordarla) aquella tarde-noche de verano. Estaba en aquel pub que frecuentábamos (justo enfrente del lugar de la foto de la cabecera de este blog).

Pasábamos allí todas las tardes que podíamos de los fines de semana, antes de ir a nuestra discoteca habitual. Nos reuníamos en aquel local para hablar, discutir, besar a nuestras chicas, escuchar música, leer (¿alguien recuerda «El Caracol Desplumado» de Kike?), cantar, beber, fumar y todo aquello que nos apeteciera y pudiéramos (que no era todo) hacer. Había unas mesas fuera donde nos reuníamos en grupo y entrábamos y salíamos continuamente, hablando con unos y otros. Cada uno tenía sus propios grupos, sus propios amigos, pero todos —o casi todos— nos conocíamos: gente de Barcelona, de Vilaseca, de Salou, de Reus, de Tarragona, de la Canonja. Había una camaradería increíble y resultaba difícil sentirse solo o aislado entre tanta gente conocida.

Yo había entrado y salido varias veces del local, sin suponer siquiera que alguien me había estado observando y se había fijado —entre otros— en mí (debió sorprenderle tanto entrar y salir y tanto ir de aquí para allá con unos y otros). En uno de los paseos entré en el servicio y, cuando salí, un colega vino corriendo y me dijo que fuera del local estaba llenito de policías (guardia civil, guardia urbana, policía nacional, secretas... todo un desplazamiento). Sin saber muy bien cómo actuar (a pesar de no tener, en principio, nada que ocultar), me senté ante la barra y, como intentando desconectar de toda aquella movida, pedí una birra. Debo confesar que estaba un poco incómodo porque no tenía muy claro qué podía suceder, pero la sensación no era muy buena.

De repente se me acercó un policía de paisano y me invitó a acompañarle fuera del local. La imagen era impactante: un montón de policías de todos los cuerpos posibles llevándose a la gente y metiéndolos en los vehículos que estaban estacionados en las dos calles laterales que llevaban al local. Por el suelo: papelinas, jeringuillas hipodérmicas, barras de chocolate, bolsas con pastillas, paquetes de tabaco medio destrozados, porros liados, botes de pope....

Me metieron en la parte trasera de un jeep y allí me encontré, entre otros, con una de mis mejores amigas de entonces, SD, que me miraba con cara de circunstancias y me sonrió, como intentando tranquilizarme (algo totalmente inútil; en esos momentos me sentía francamente mal).

En convoy, y con las sirenas rugiendo (como si fuéramos unos delincuentes), fuimos hacia comisaría y, al llegar, nos metieron en varios calabozos. Algunos agentes de la guardia urbana (que eran gente del pueblo y reconocían a algunos chicos y chicas que estaban metidos en el lío) intentaban tranquilizarnos, pero aquello pintaba mal.

Iban llamando a la gente y nos llevaban arriba, a las dependencias policiales, donde tomaban declaración. A un chavalillo (charneguillo, como decíamos nosotros) estaban intentando endosarle el muerto: una bolsa llena de productos de no se sabe qué procedencia (seguro que no eran del Carrefour). Y se oían gritos y jaleo.

Aquello me parecía realmente surrealista.

Había chicas y chicos muy jóvenes, realmente acojonados. Algunos pedían que les dejaran marchar, que no habían hecho nada y que, si sus padres se enteraban, los iban a matar.

Me tocó el turno. Un policía vació mi paquete de tabaco (y eso que era un Ducados), me registró, miró mi cartera (supongo que esperando encontrar los frutos de mi negocio) y me pareció algo desilusionado al no encontrar nada que pudiera incriminarme. En esas estábamos cuando otro policía pasó por nuestro lado, se paró, me miró y se puso a reír, preguntándome:

—Oye, chico; ¿tú no trabajas en la Oficina de Correos?

—Sí —respondí a secas.

—Y qué haces aquí? —preguntó de nuevo, todavía con más sorpresa, si cabe.

—Estaba en un pub tomándome una copa y, sin saber por qué, me han hecho salir a la calle y me han traído hasta aquí... Pero yo no he hecho nada...

El «policía bueno» miró a su compañero y se acercó para comentarle no sé qué. Luego le dijo:

—Suéltale... que este chico trabaja en Correos y me tramita todos los giros postales que envío cada mes a mis padres, al pueblo —todos eran del mismo pueblo de Andalucía—. Seguro que no tiene nada que ver. Es buena gente. Yo respondo de él...

Me sentí aliviado.

—Vamos. Cálzate y lárgate. No quiero volver a verte nunca más por aquí —espetó el otro— Y vigilia con quién te mueves... que éstos —mirando a los que permanecían en comisaría, entre los que había algunos conocidos míos— no son buenas compañías...

No lo pensé dos veces. Salí rápidamente de la comisaría sin mirar atrás y empecé a caminar sin rumbo fijo. Luego empecé a pensar en mis amigos, en mi amiga... me sentía mal por ellos y me preocupaba que les pudiera pasar algo, que no hubieran tenido la misma suerte que yo. Cansado y mosqueado por todo aquello, me fui a nuestra discoteca de siempre y allí me reencontré con algunos de mis colegas. A los pocos minutos aquello se había convertido en una anécdota más que poder contar.

El policía continuó todo el verano yendo a la oficina de Correos a poner sus giros… pero nunca oí que le comentase a nadie de la oficina lo que había sucedido en la comisaría.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

ostias!!
ME libre por un pelo!
Que mal rollo, tío!
Lo malo es que pasaba demasiado a menudo, y los derechos del ciudadano eran pisoteados sin miramientos de ningún tipo.
Qué triste!
JADQS (er jose)

Anónimo dijo...

Lo tuyo fue muy divertido, JADQS. Recuerdo que tu envergadura de tío grandullón sobresalía entre los cuerpecitos de aquellos niñatos entre los que te refugiaste en cuanto viste llegar a la policía. Además, sudabas a chorros.

César

Anónimo dijo...

es que era agosto, ... y hacía un calor!!
jeje
JADQS (er jose)

Anónimo dijo...

Estoy que me micciono de risa, JADQS. Con que hacía calor, ¿eh? Te recuerdo que, en cuanto te refugiaste entre aquellos pobres niñatos con todo tu sudor y tu pinta de jipipunk, les dijiste: "Al que diga algo le meto una paliza". O sea que sí, que hacía mucho calor, jua, jua.

César