miércoles, 26 de marzo de 2008

Otro fragmento de la novela

Hace unos veinte días publiqué aquí un fragmento de la novela. Hoy publico otro. Ambos pertenecen a los momentos iniciales de la narración, cuando está planteándose la trama y aún no se adivina por dónde pueden ir los tiros. Porque se trata de una novela de intriga, ¿no lo había dicho? Bueno. Espero que la publicación de este fragmento sirva para afianzar las ganas que tienen algunos de que salga ya a la venta.


«No hay que subestimar al enemigo», dice Raúl Portales. Está sentado enfrente de Isabel. También para él han pasado los años —debe tener cincuenta—, pero sigue siendo un hombre fuerte y conserva la confianza en sí mismo que tenía en su juventud. «No, no hay que subestimar al otro. Muy al contrario de lo que pensara Gonzalo o de lo que piense quien sea, sólo se nos veía cuando nosotros queríamos que así fuese. Eran tácticas de intimidación que poníamos en práctica, sobre todo, al principio de cada temporada. Si de ese modo conseguíamos que los delincuentes decidiesen ir a otra parte a tocar las narices, mejor para todos. Y dejémonos de cuentos, porque el grupo de Gonzalo y los otros bailaba muy a menudo entre lo decente y el delito y, por lo tanto, tenía que aparecer en la lista negra del sargento Zafra, o el Turco, vaya, como sabíamos que le llamaban en la calle». Raúl enciende un cigarrillo y, después de echar el humo, espera un segundo y sigue hablando. «Yo estaba entonces a sus órdenes. El sargento era el prototipo del policía franquista fuera de contexto. Porque Franco había muerto, pero las secuelas de su manera de poner orden en todo esto se quedaron con nosotros durante unos años. Algunas veces estuve a punto de decirle: “Mi sargento, déjelo: Franco ha muerto y el mundo es otro”, pero creo que no me habría entendido. Una vez me enseñó una especie de calendario de bolsillo que llevaba impresa la foto de Franco en su ataúd, la bandera haciendo ángulo y un escrito al lado: “Señores demócratas: este hombre fue honrado, gobernó España infinitamente mejor que ustedes y murió en la cama”. Algo así. El sargento era amigo de estas cosas. Le gustaban los llaveros con la cara de Primo de Rivera, las botellas de vino etiquetadas a la memoria del generalísimo, todo ese follón de objetos patrióticos que por aquellas fechas se pusieron a la venta como si fuesen las reliquias de los santos. Y por supuesto no era el único al que le iba esa tendencia en la comisaría. Pero yo era mucho más joven que él y pertenecía a una nueva generación, sin tanto pasado donde mirar y, en consecuencia, sin rencores. Por eso chocábamos de vez en cuando. El Turco todavía creía que el delincuente llevaba escrito el delito en la cara, que todo lo que salía de lo normal estaba causado por las drogas y sí, es verdad, Gonzalo y los otros le molestaban. Sabíamos que eran consumidores ocasionales de drogas, un poco gamberros, bastante juerguistas y algo rojillos, pero el país estaba lleno de consumidores ocasionales de drogas, de gamberros, de juerguistas y de rojillos. ¿Por qué se fijó el sargento precisamente en ellos? Nunca me lo dijo. Se lo pregunté un día en que íbamos tras unos pájaros realmente peligrosos, vimos por casualidad a Julio y Antonio con sus pintas de costumbre y el sargento ordenó que parásemos y que les cacheáramos “por si acaso”. Le dije: “Mi sargento, nos estamos equivocando de sospechosos”. Me fulminó con la mirada, no tuvimos más remedio que cumplir la orden y, por supuesto, perdimos la pista de los otros, los realmente peligrosos, que tuvieron tiempo y escaparon. Sí: el sargento tenía una especie de obsesión con esos muchachos. Y creo que no era sólo porque fuesen unos drogadictos y unos rojos. Ya he dicho que había muchos de ésos por ahí. La cuestión estaba en que eran unos rojos y unos drogadictos y, además, lo iban diciendo a gritos. Creo que ésa era la clave, lo que el sargento no podía soportar». Raúl hace una pausa para pensar. Luego continúa hablando. «Cada año, poco antes de las vacaciones de la semana santa, el sargento organizaba una serie de operaciones de limpieza que agrupábamos bajo el nombre de Campaña de Primavera. Era por el turismo, claro. La nuestra era una ciudad de verano, de cartón y pegamento, de muchas luces cuando estaba a tope y casi abandonada durante los meses de invierno. Por eso en invierno nos dedicábamos a otros asuntos y, cuando se acercaba el verano, dábamos unas batidas y dejábamos limpio el horizonte para los turistas. ¿Quién recibía sobre todo en esas operaciones de limpieza pura y dura? Los más estrafalarios, claro, y los pintas y los que pudieran estorbar en la fotografía de recuerdo aunque no se hubiesen metido con nadie. O sea que los tipos como Gonzalo, Isabel, Julio y Antonio tenían todos los números, porque aparte de dar la nota con sus pelos de punta y sus cazadoras de cuero, se metían con la gente. O vacilaban al personal, vaya, que viene a ser lo mismo». Fuma otra vez y continúa. «Pero recuerdo que en 1980 no hubo Campaña de Primavera. El sargento tuvo que ausentarse por motivos personales y no quiso delegar en nadie. Estuvo fuera bastante tiempo y, cuando volvió, encontró su ciudad hirviendo de turistas que, a su entender, le estaban reprochando que permitiese ir por la calle a espantajos como Gonzalo. Por eso perdió los papeles. Quiso demostrar que había vuelto y, en su empeño de dejarlo bien claro, se pasó de rosca y puso en movimiento a todo el mundo, dio órdenes de locos, confundió a las patrullas y llegaron a encontrarse dos de ellas en el mismo lugar, nada menos que en el bar Colores. Lo nunca visto. Yo no viví el incidente porque tenía otras cosas que hacer, pero me lo contaron los compañeros. De risa. Sí, estuve riéndome una hora. Pero aumentó la tensión. Porque el sargento estaba seguro de haberse convertido en el hazmerreír de la tarde y, claro, no iba a perdonarlo. Se lo vi en los ojos al día siguiente, cuando dijo sin venir a cuento: “Se van a enterar esos cabrones”. No dijo a quién se había referido ni me atreví a preguntárselo, pero supe que hablaba de Gonzalo y de Julio. No de Manuel, con quien tenía un trato distinto porque, bueno, sólo era un delincuente como tantos otros. A Manuel le importaban un carajo las ideologías y las banderas y, además, no estaba jugando a ser delincuente: lo era. Pues bueno. El sargento dijo “se van a enterar esos cabrones” y yo entendí que hablaba de Gonzalo y Julio. Pero no hizo nada porque alguien se le adelantó».

lunes, 24 de marzo de 2008

Textos Libres. Lluis (5)

La verdad es que no sé si abrir una etiqueta en el blog que se llame «Lluis». El tío está que no para, y hace bien. En esta ocasión habla de la música, tan presente y necesaria para todos los que pertenecemos a la Generación Inexistente. stsl duien recuerda "El conociYa dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com.


No sé si alguno de los que estáis leyendo estas líneas habéis visto la película «El mapa del mundo» (con música, por cierto, del gran Patt Metheny). Trata de una mujer a la que una serie de acusaciones falsas dan un vuelco a su vida y todo se le transforma. Cuando lo soluciona (ya al final de la película y después de muchas penalidades e injusticias), reflexiona sobre su «mapa del mundo», aquello que forma nuestras experiencias, vivencias y, en definitiva, nuestra vida. En mi propio mapa del mundo, aparte de toda la gente a la que he conocido y todos los buenos y malos momentos vividos (al final no creo que borrara nada de ese mapa, porque todo me pertenece), tiene un papel principal «La música», omnipresente en mi vida, banda sonora de mis experiencias, de mis alegrías y mis penas.

El primer recuerdo musical que tengo es el de mi madre (como muchas otras madres de nuestra generación) cantando en casa aquellas canciones «antiguas» sobre amores y desamores mientras se ocupaba de «sus labores» (eso que tanto les gusta a los del PP). Mi madre tenía muy buena voz, entonaba como una profesional y, a pesar de que ninguno de sus hijos siguió el camino de la música, su influencia en nosotros (y especialmente en mí) fue primordial para mi desarrollo posterior.

También recuerdo a mi abuelo y aquellos discos gruesos de gramófono. Sus zarzuelas (con aquellas fundas de papel de colores) y la música clásica. La música francesa de mi abuela (al igual que sus lecturas en francés, antes de que el inglés se convirtiera en el único idioma del mundo). Las cantantes clásicas con sus grandes voces y su deje de pronunciación, que a mí me parecía tan gracioso.

Recuerdo también los discos sencillos de vinilo que guardaban mis padres en aquel armario del comedor. Los Tres Sudamericanos y todos aquellos grupos y solistas de la época. La vida, entonces (se dice mucho y, en realidad, daba esa sensación) era como en blanco y negro. Será por las fotos o por la televisión, cuando llegó... o por lo triste (de alguna manera) que era todo por aquel entonces (no les quedaba mucha alegría a los que vivieron la guerra y la posterior represión franquista). Recuerdo ahora la casa de mis abuelos, que era como un museo. Juguetes de lata, muñecos de plomo, cómics de «Flechas y Pelayos» (con aquellas tapas rojas con las que mis abuelos los habían encuadernado y que rompían con el «azul» de los contenidos). Aquel papel deteriorado por el paso de los años, aquellas publicaciones rancias, aquellos contenidos impensables (especialmente los dirigidos a niños y mujeres). Y también, más adelante en el tiempo, aquellas revistas francesas con aquellas fotos a color que parecían pintadas a mano, donde descubrí, por primera vez, la atracción sexual (mirando a aquellas mujeres con poca ropa).

También recuerdo los discos de Capri (el primer monologuista que recuerdo y, además, en catalán), cuando nos sentábamos en el comedor de mi casa con mis padres y hermanos a escucharlo, sin parar de reír (hablando del Seiscientos, de los viajes, de la playa...).

Luego vendría la música que escuchaba mi hermano mayor y que yo absorbía como una esponja (siempre he escuchado toda la música que ha caído en mis manos, de todos los estilos, quedándome finalmente con lo que me gustaba). Los primeros discos de los Beatles, El «Sopa de cabeza de Cabra» de los Rollings, El glam-rock de Gary Glitter, T- Rex, Slade o David Bowie (este último me marcó especialmente y estuvo en mi vida para siempre), los Moody Blues o los cantautores como W. Guthrie, Bob dylan, Joan Baez, Leonard Cohen, Simon and Garfunkle o Donovan.

Con el paso del tiempo fui descubriendo, en casa de los abuelos, otros cómics que guardaban, con historietas de los maestros Emilio Freixas o Blasco, del Gran Mingote o de Hal Foster, entre otros (¡qué descubrimientos aquellos!).

Más tarde, hacia el final de franquismo, mis hermanos mayores me aleccionaron con músicas prohibidas, perseguidas, censuradas (solo por eso motivo, tenían que tener algo de bueno), de cantautores catalanes (Llach, Pi de la Serra, Raimón, Ovidi Montllor y posteriormente Mª del Mar Bonet, Coses o Ramón Muntaner) o de otros lugares de la geografía nacional (Paco Ibáñez, Patxi Andión, Elisa Serna, Pablo Guerrero, Luis Pastor, Labordeta, L. Eduardo Aute y otros como La Bullonera o Joaquin Carbonell), de Cuba (Silvio Rodríguez, Pablo Milanés...), de Chile (Quilapayún, Víctor Jara, Violeta Parra...), de Occitania (Martí)... Todo aquello combinado con la inofensiva música progresiva: Yes, Genesis, Pink Floyd, E,L & P, King Crimson, Gong o posteriormente , ya en la Transición, Camel o los catalanes Gotic. Horas y horas de música para una banda sonora que acompañaba la evolución de un régimen totalitario hacia la Democracia.

Recuerdo también la revista TRINCA, con un contenido bastante mediocre pero con unos dibujantes espectaculares: Ventura y Nieto (Es que van como locos), Hernández Palacios (Manos Kelly, el Cid...), Esteban Maroto y tantos otros y la música de LA TRINCA (un grupo de Canet de Mar que mezclaba músicas diversas con textos realmente divertidos y críticos y una puesta en escena espectacular... hoy convertidos en los dueños y señores de una de las mayores productoras del país).

Y después toda la movida de los 80 (y de algunos años anteriores). Bandas de Madrid (Leño, Coz, Union Pacific, Asfalto, Burning y Mariscal Romero...), de Andalucía (Triana, Medina Azahara...), de Cataluña (Companyia electrica Dharma, Secta Sonica, Pau Riba, Sisa...). Descubriendo, con los primeros aires de libertad, aquellos grupos tan cercanos y de tanta calidad. Si tuviéramos que concentrar toda la música que escuchamos, necesitaríamos dos vidas enteras. Leyendo historietas de los personajes de la Marvel (ahora tan famosos), aquellos libritos en blanco y negro sobre personajes con poderes y chicas espectaculares: El Capitán América, El Hombre de Hierro, Thor, Namor, Los Cuatro Fantásticos, Spiderman... al lado de cómics del gran maestro Ibáñez o de Quino (con su Mafalda), con música Heavy de fondo: Deep Purple, Led Zeepelin...

Luego vino el trancazo del Punk que lo cambió todo (sobre todo y más que nada, a nivel musical): Sex Pistols, Jam, The Clash, Stranglers. También nosotros nos volvimos más salvajes, más incontrolables, más duros, más broncas (para sobrevivir en un ambiente plagadito de peleas y de movidas). Los Kaka de Luxe, Alaska, Ramoncín, Siniestro Total, Las Vulpes...

Y después del Punk las cosas fueron volviendo a la normalidad (o no). Llegó la New Age y algunos de los mejores grupos de los 80. Cambiaron las modas y también los comportamientos con música de Ultravox, Devo, U2, The Cure, Simple Minds, Elvis Costello, Talking Heads , y posteriormente los grupos de guitarras como Smiths, Red Guitars, Lost Love Ones, Sisters of Mercy... Y toda la música nacional de Nacha Pop, Secretos, Parálisis Permanente, Golpes Bajos...

Aquella época fue insuperable, nunca ha habido tantas bandas y de tanta calidad, tantos conciertos, tantas publicaciones, tanto cómic (1984, TOTEM, Metal Hurlant...). Después de tantos años de escuchar tanto rock y tanto pop y de pincharlo en la emisora de radio en la que colaboré durante muchos años (porque ,de hecho, un locutor de radio o un crítico musical no es más que un músico frustrado que, al igual que un pintor que no pinta nada propio y solo copia, emula a los músicos que no pudo ser y, en lugar de interpretar, presenta y reproduce aquella piezas musicales haciéndolas propias por unos momentos, opinando sobre ellas y ofreciéndolas a sus oyentes), me decanté por la música New Age (la música instrumental contemporánea) y otros devaneos a pesar de que, en la actualidad, he vuelto a toda aquella música y a escuchar potentes bandas actuales como Simple Plan, Fall out boy o Avril Lavigne, entre otros muchos. Porque siempre hay que estar abierto a escuchar todo aquello que podamos y que nuestro mapa del mundo tenga una variada y amplia banda sonora.

Recordar aquí, ya por último, la música clásica de Kike (Strawinski, Bach, Ravel, Debussy...) que él me enseñó a entender y a comparar con toda la música popular.

jueves, 20 de marzo de 2008

Las Bandas


Aunque de un modo anecdótico y como apoyo a unos textos que trataban otros asuntos, a menudo se ha hablado en este blog de las bandas de delincuentes que se enseñoreaban de ciertos barrios durante la Transición. Sin embargo, creo que tales bandas deben tener un espacio aparte. Existieron. Y estaban mucho más presentes de lo que creen algunos.

En la novela hay un episodio protagonizado por dos o tres miembros de una de las bandas de entonces, Los Calaveras. Los hechos que narro, convenientemente adaptados al argumento de la novela, sucedieron casi como lo cuento. Fue en la Discoteca Hilarios, en Salou, y pudo acabar en un baño de sangre. Naturalmente, no voy a desvelar aquí todo ese asunto. Tendréis que esperar los veinte o veinticinco días que faltan para que se publique el libro. Pero sí puedo hablar del aspecto que tenían los miembros de las bandas, casi siempre dotados de algún distintivo o alguna enseña para identificarse. Por ejemplo, Los Calaveras llevaban una calavera con dos tibias cruzadas en la espalda de sus camisetas o sus cazadoras tejanas. Qué originales, ¿verdad? Bueno, por algo eran pandilleros y no Doctores Honoris Causa. Y además, a ver quién era el guapo con cojones para acercarse y decirles que eran unos tíos sin imaginación. La segunda noche que se presentaron en la discoteca Hilarios eran más de medio centenar.

La banda de La Moneda actuaba cerca del instituto donde yo iba a estudiar. O a suspender, vaya, pero eso ahora no viene a cuento. Se les reconocía por su aspecto inconfundible de macarras de barrio pelo largo, ropa ceñida y el inevitable peine en el bolsillo trasero y por llevar monedas de dos reales cosidas al cinturón. Eso era fácil de hacer porque aquellas monedas, al igual que las posteriores de veinticinco pesetas, tenían un agujero en el centro. Lo del peine tenía mandanga. Ignoré que el peine pudiera tener dos usos hasta el día en que vi cómo dos tipos se enfrentaron esgrimiendo los peines como si fuesen navajas. Se derramó la misma sangre que si lo hubieran sido.

Y como apunte final, para demostrar que las bandas estaban en boca de todos, voy a contar una anécdota. Acostumbrábamos a reunirnos en la discoteca Hilarios que, en la novela, se llama La Pista. Era un local muy especial. Allí acudíamos los miembros de todas las tribus, los que detestábamos las discotecas tradicionales y concebíamos la música como un fin y no como un medio para ligar. En Hilarios había punks, pops, skás, mods, pijos rebeldes, mariconas exageradas, tíos realmente peligrosos, traficantes y muchos más elementos de la noche urbana. Unos llevaban los pelos de colores, otros tenían las chupas llenas de chapas, otros iban rapados y otros, bueno, yo qué sé. El caso es que nos llevábamos bien o, al menos, nos soportábamos. Hilarios era el reducto de los marginados, de los chalaos y de los amantes de las cosas raras. Pues bien. Un día dijeron que iban a cerrar durante un mes para hacer obras. La gente se horrorizó. ¿Y dónde vamos a ir mientras tanto, si no hay un lugar que pueda aceptarnos?, nos preguntábamos. No sé quién dijo que sabía de una discoteca donde apenas iba nadie y que, por lo tanto, se alegrarían de ver a tanta gente de golpe. Era una discoteca como las demás, con clientes normales que iban a bailar normalmente y a beberse unos cubatas normales. En seguida se corrió la voz y, cuando cerró Hilarios, fuimos todos a la mencionada discoteca. Total, unos cien individuos. Recuerdo que el portero del local no entendía nada. Estaban llegando, de golpe, docenas de tíos raros que, por otra parte, se dejaban una pasta gansa en la barra y no se metían con nadie. Claro que tampoco se metió nadie con nosotros. Lo cierto es que no había por qué, aunque quizás hubiese otra razón. El primer día, cuando unos amigos y yo pasamos junto a unos clientes habituales, oí que uno de ellos decía en voz baja:

¡Joder! ¡Vaya banda!

(El dibujo es de Forges)

martes, 18 de marzo de 2008

Los lugares de ocio

Con la muerte de Franco no empezó otra época por las buenas. La llamada Transición, que en sí ya fue una época, necesitó su tiempo para afirmarse como tal y, lógicamente, al principio se compuso de los coletazos de la etapa anterior. Algunos hábitos de los últimos días del franquismo, que curiosamente ahora censuraríamos por ser excesivamente liberales, sobrevivieron durante una temporada. Por ejemplo, no sé si ahora sucede, pero aún no teníamos quince años y ya entrábamos en las discotecas, nos atizábamos un vodka con naranja y nos poníamos hasta las narices de fumar sin que nadie se escandalizara. De vez en cuando se corría el rumor de que habían entrado dos tíos de la secreta y nos ocultábamos entre otros grupos de muchachos que, aunque fuesen mayores que nosotros, tampoco tenían la edad. No recuerdo, por cierto, si la mayoría de edad estaba en los 18 ó en los 21, pero da igual. Era evidente que la mayor parte de la clientela de aquellas discotecas no daba la talla.

En aquellas salas de baile había peleas a menudo. Creo que mucho más a menudo que ahora. Y en honor a la verdad he de decir que nunca, absolutamente nunca, se producían a causa del alcohol. Nadie iba bebido a la hora de las bofetadas. Y vuelvo a decir algo que ya he dicho muchas veces. Ya sabemos que el alcohol es malo, pero en muchas ocasiones no es el culpable de los altercados o las peleas. Si la gente se pelea es porque lleva eso en su naturaleza.

Donde las peleas también estaban a la orden del día era en los autos de choque. Quizás no tanto como en las discotecas, pero las pistas de autos de choque eran lugares muy frecuentados por las bandas. No sé por qué, los grupos de pandilleros ocupaban las esquinas de las pistas y se liaban a guantazos con cualquiera a la mínima ocasión, amén de bacilar al personal y de fumar al estilo de los gángsters de las películas. A mí me dejaban en paz. Debían creer que yo era de la casa, supongo, porque me veían por allí a cualquier hora y nunca se metieron conmigo. No en vano el dueño de las atracciones era cliente de mi padre y le daba invitaciones para los coches a paladas. Yo siempre tenía docenas de fichas en los bolsillos. Ahora, sin embargo, los autos de choque ya no tienen un significado propio, ya no seducen a los tíos duros ni las bandas de matones se dan cita en sus alrededores. Son una atracción más, como la noria o el tren de la bruja.

Pero los lugares de ocio más frecuentados por los jóvenes de entonces eran las míticas salas de juegos. Allí nos encontrábamos los estudiantes, los trabajadores y, por supuesto, los macarrillas de turno. Eran locales esencialmente masculinos. Rara vez entraba alguna chica y, si lo hacía, había un no sé qué en el aire que impedía que los habituales se comportasen como de costumbre. En todo caso, jamás vi que entrase una chica sola.

A mí me gustaban las salas de juegos donde hubiera flipers o futbolines. Los flipers, las máquinas del millón, me permitían pasar toda la tarde del sábado con un par de monedas. Llegaba, jugaba un poco, hacía diez partidas gratis y las vendía. Luego repetía la operación con otra máquina. Mientras tanto, sonaban por los altavoces las más horrendas canciones de moda. Para eso estaban aquellas máquinas de discos, que hoy tampoco existen. No había walkmans ni mp3, claro. Nadie llevaba la música encima.

Y nos quedan por mencionar las salas de billares, que también eran lugares de atracción para las bandas, si bien sólo para las de tupé y cierto estilo. No se trataba, ni mucho menos, de la misma clientela que acudía a las salas de juegos de los flipers. Para entrar en los billares había que pertenecer a la tribu. A mí no me gustaban mucho. Recuerdo que los del tupé se pasaban la tarde mirándose unos a otros con gestos agresivos mientras le daban al taco con un estilo propio de los barrios de Nueva York. Yo prefería jugar al fliper y que me dejaran en paz. Y sigo prefiriéndolo. Pero ya no hay flipers. Ni salas de juegos. Ni tíos con tupé.

(Sigue en Las bandas)

viernes, 14 de marzo de 2008

Textos Libres. Mar y César

Otro texto de Mar nos habla de la realidad de los coches de entonces. Lo cierto es que me ha ayudado a recordar y, después de su texto, he añadido algo de mi cosecha. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com.


Lluis me ha hecho recordar a unos protagonistas absolutos de la Transición y grandes olvidados: ¡Los coches!

Eran horribles, se calaban todo el rato, se les abrían las puertas cuando daban la vuelta a una plaza y no corrían nada; ahora, eso sí, cabíamos tropecientos mil dentro en su interior.

¡Ah! qué tiempos aquellos en los que no había que ponerse el cinturón de seguridad y podíamos ir en el asiento del copiloto con los pies descalzos encima del salpicadero moviéndolos al ritmo de la música del radiocasete. Los coches eran como guaridas. Algo así como los «clubs ingleses» pero en más pequeño, en más cochambroso y sin ser «clubs» ni ser «ingleses». Menudas reuniones nos pegábamos dentro de ellos, cuando nos echaban de los locales o simplemente cuando no teníamos ni un duro para meternos en ningún sitio.

Y se podía fumar. Las tapicerías estaban siempre llenas de agujeros.

Y no teníamos reposacabezas ni aire acondicionado, pero sobrevivíamos muy bien. Éramos una generación dura.


Como he dicho al principio, yo también recuerdo los coches de entonces. Cojo el relevo y sigo.


Supongo que, a causa del precio, el Dos Caballos era uno de los coches más utilizados por los jóvenes. Era un vehículo simpático, pequeñito y descapotable: el coche de la gente cachonda. No corría mucho, desde luego, pero el traqueteo, todos aquellos ruidos y el viento que se colaba por todas partes hacían que pareciese volar sobre el asfalto. «¿A cuánto vamos?», decía el pasajero de turno al comprobar que el vehículo se tambaleaba con el viento y la velocidad. «A sesenta». «¡Uuuuf! ¡Qué bárbaro!». Tampoco tenía casete de serie. De hecho, me parece que ningún coche lo llevaba y cada cual se las componía para escuchar música a su manera. Tenía, eso sí, una barra de hierro bajo el asiento de atrás que se las hacía pasar canutas al viajero que tuviese que ir en medio. Porque el coche estaba hecho para cuatro personas, pero eso no impedía que a veces nos montásemos todos los amigos, los amigos de los amigos, los amigos de los amigos de los amigos y algún tío a quien no conocía nadie.

No sé por qué, a la mayor parte de vehículos en los que viajé por aquel entonces les fallaba algo. Los coches que llevan ahora los jóvenes son muy distintos. Para empezar, brillan, nunca se les acaba la gasolina y rara vez llevan un destornillador clavado entre la ventanilla y la puerta para que no baje el cristal con los baches. Creo que la diferencia está en que nuestros coches eran un medio que nos servía para ir de un sitio a otro y los coches de ahora son un fin en sí mismos. No hay quien dude de que el trato privilegiado que los jóvenes actuales dan a sus coches convierte a éstos en unos vehículos aburridísimos. Recuerdo el día en que mi hermano mayor compró un Seiscientos de segunda mano, su primer coche. La puerta del copiloto se abría en cada curva como antes decía Mar, la ventanilla del conductor tenía vida propia y subía y bajaba a su antojo, el cenicero de delante saltó de su sitio por sí mismo y sólo funcionaba un limpiaparabrisas, que además era el del copiloto y, por lo tanto, no servía para maldita la cosa. No obstante, cuando acabamos de dar el paseo de prueba, me dijo mi hermano: «Mola, ¿eh?».

Mi amigo Tomás tenía un Mil Cuatrocientos Treinta familiar que iba dejando tras de sí las innumerables piezas de las que estaba compuesto el motor. De vez en cuando oíamos un ruido, yendo en marcha, y era un pedazo de hierro humeante que se había desprendido del motor y se había quedado en la carretera. No sé cuántas piezas pudo perder el vehículo durante años, pero nunca se paró por las buenas. Sólo lo hizo cuando se le rompió el eje delantero o en otras situaciones de calibre semejante.

Y mi otro hermano tenía la costumbre de quedarse SIEMPRE sin gasolina. Tras el Dos Caballos de rigor se compró un Ochocientos Cincuenta. Recuerdo que en un par de ocasiones nos quedamos sin gasolina en la carretera, con el consiguiente follón al no existir entonces los móviles ni nada de eso. Pero el caso más divertido ocurrió en Barcelona. Nos quedamos sin gasolina en una de esas calles que son exactamente iguales a todas las demás. Dijo mi hermano: «¡Ajajá! ¡Suerte que soy un tío previsor! Tengo media lata de gasolina en el maletero. Eso nos servirá para llegar a una gasolinera». Bajamos del coche, comprobamos que llevábamos la media lata que, en realidad, era bastante menos, echamos la gasolina y partimos en busca de una gasolinera. Al cabo de cinco minutos volvió a acabarse la gasolina. «¡Vaya!», dijo mi hermano, «La próxima vez guardaré más en la lata». Bajamos del coche, empezamos a andar por esas calles y, al cabo del rato, encontramos una gasolinera; llenamos la lata y, cuando quisimos volver al coche, no hubo manera: No recordábamos dónde lo habíamos dejado. Hoy en día, con el GPS, no nos habría pasado. ¡Qué aburrimiento!

miércoles, 12 de marzo de 2008

La Transición y los complejos

El estudio de la Transición está tan edulcorado y tiene tantas lagunas que es casi imposible hacerse una idea de lo que realmente ocurrió. Ya lo hemos dicho muchas veces. Si se trató de la época más ejemplar de nuestra historia reciente, ¿cómo se explican tantas huelgas, tanta inseguridad, aquel terrorismo imparable y la constante amenaza de un golpe de Estado que, por cierto, dejó de ser amenaza y se convirtió en realidad? Para comprenderlo debemos tener en cuenta unos cuantos factores que han ocultado hasta ahora todas las fuentes de información. Algunos de ellos ya están tratados en este blog: el ambiente general, la calle, los cómics, el nacimiento del punk, la música y la Movida. Pero hay otros, sin duda, y uno de ellos tiene que ver con el complejo de inferioridad que teníamos los españoles respecto al resto de ciudadanos de Europa.

Acabábamos de salir del franquismo. Y no es que el pueblo venciera por goleada al sistema, qué va. Simplemente lo dejamos atrás porque así lo quisieron los gobernantes. Éramos un pueblo atrasado y cutre. Los europeos tenían la imagen del español desdentado y con las uñas sucias que, por cuatro duros, se ponía a bailar flamenco o a dar pases de pecho con el mantel a cuadros de la cocina. Y la verdad es que había bastante de eso. Los españoles lo sabíamos y, quizás por la costumbre de haber vivido decenios con ese peso a la espalda, no renunciábamos a ser los hijos bastardos de Europa. Creo que hasta nos gustaba jugar a serlo. Era nuestro papel.

Aún no habían terminado, por ejemplo, las excursiones al sur de Francia para ver películas verdes. Las colas interminables ante la aduana andorrana denunciaban, bien a las claras, la carencia de algunos productos alimenticios o tecnológicos en nuestras tierras. ¿Qué puede pensarse de un país cuyos habitantes hacen colas quilométricas para comprar mantequilla? Vivíamos en el pasado, agobiados por una leyenda que, poco o mucho, habíamos alimentado nosotros mismos. Todo lo que hacían los extranjeros estaba bien y lo nuestro no valía nada. Ningún español era capaz de cuestionar la calidad de una radio japonesa, pongamos por caso, de un traje italiano o de un queso francés. La ignorancia estaba a la orden del día. Se votó la Constitución, por ejemplo, sin que nadie supiera qué era ni para qué servía. Pero los países adelantados tenían Constitución y eso era suficiente para decir que sí, que queríamos una. Aún hoy nos asombraría la cantidad de gente que vota en las elecciones y no sabe qué es el Senado.

Y, mientras tanto, venían los extranjeros a nuestras playas con aires de superioridad y unos billetes que habían ganado currando como cabrones durante once meses al año. No les sobraba el dinero precisamente, pero a nosotros nos parecía que nadaban en oro. A veces llevaban la prepotencia al extremo y nos rebotábamos. Recuerdo una ocasión en que tres camareros de aquí pusieron en fuga a una docena de guiris borrachos a puñetazos. Pero era raro que sucedieran esas cosas. Por lo general, la gente aceptaba que los extranjeros se comportaran como si fueran más que nosotros. Ahora sabemos, no sólo que no nos llevan ventaja en nada, sino que probablemente vivimos mucho mejor que ellos. Pero entonces no lo sabíamos.

Esa situación, como digo, aumentó un complejo de inferioridad que ya teníamos y que, por suerte, ha desaparecido. No debe ser fácil que un joven de nuestros días pueda comprender aquella mentalidad. Pero la teníamos. Por eso creo que, en parte, ese supuesto gran triunfo del pueblo español durante la Transición necesitaba que nadie hablase de nuestras miserias. Sin embargo, creo que los que vivimos aquello podemos recordar, con bastante precisión, docenas de ejemplos de la diferencia abismal que había entre nosotros… y el resto del mundo.

viernes, 7 de marzo de 2008

Textos Libres. Lluis (4)

Desde que se inventó, la Radio ha sido sinónimo de libertad. Gracias a ella se han expresado generaciones enteras, se han difundido algunas informaciones vetadas por los demás medios, se han alentado las insurrecciones e incluso se han evitado los golpes de Estado. Lluis nos cuenta su participación en una de aquellas radios que escuchábamos los jóvenes de entonces. Y es que por aquellos años había un abismo entra las generaciones. Las radios libres estaban en nuestro terreno, hablaban de nuestros problemas y permitían que algún despistado se diese cuenta de que el mundo tenía muchos colores. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com


No todo fue maravilloso en aquella época. Ni tampoco todo fue horrible. Vivimos, como en todas las épocas, momentos buenos y momentos malos, pero el hecho de no tener la libertad que deseábamos nos hacía ser más «combativos» y menos dóciles. A muchos de nosotros nos unía una común y gran capacidad creativa. Implicados, quien más quien menos, en un sinfín de proyectos (inútiles para algunos, aunque altamente satisfactorios para nosotros).

Como ya he dicho, tantas limitaciones, tanta represión, no pudieron con nuestras ansias de demostrar lo que éramos, lo que queríamos y de lo que éramos capaces (en cierta manera también para superar una cierta etiqueta de «pasotas» cuando se nos comparaba con las «luchadoras» generaciones anteriores). Éramos muy sensibles a no aceptar nada que nos limitara, que no nos permitiera expresarnos libremente y a nuestro modo (que, evidentemente, no era el mismo que el de nuestros hermanos mayores). Creo que se trataba de una opción personal, más autónoma. Conseguir la libertad del todo, luchando con intensidad por la de la parte (por la que nos tocaba a nosotros). Y eso no era «pasar de todo». Era todo lo contrario... ir a por todas.

Entre nosotros mucha gente andaba metida en muchas actividades creativas: grupos musicales, fanzines, radios, cómics, teatro amateur, fotografía, poesía, creación artística diversa...

La abuela de uno de mis mejores amigos de entonces, Rafa, decía siempre que yo tenía voz de locutor de radio. Fue Rafa, precisamente, el que me convenció (a pesar de la vergüenza que me daba... dichosa timidez) para entrar en RMC, una emisora que se estaba creando en nuestra ciudad.

En realidad era, más que nada, una asociación de amigos unidos por la necesidad de expresarse y de hacer cosas diferentes, rompiendo los moldes establecidos de la radio de «siempre». Recuerdo la primera sintonía de nuestro primer programa nocturno: un curiosísimo tema de Flying Lizards (Lagartos Voladores): Mandeley Song. Recuerdo aquellas tardes de trabajo en los guiones (textos literarios sacados de libros que nos gustaban y que iban del Señor de los Anillos al Ulises de Joyce, pasando por Pablo Neruda o Julio Cortázar y llegando a Alfred Jarry o Quim Monzó); seleccionando la música para acompañar a las palabras en aquel pequeño estudio aislado al estilo casero (con cajas de huevos pintadas), lleno de humo y botellas de cerveza.

Era una radio «Libre», una radio «prohibida»; y estar allí, por lo menos, era emocionante (y más siendo, como éramos, menores de edad la mayoría de nosotros). No éramos, evidentemente, profesionales; pero nos entregábamos como si lo fuéramos, emulando a nuestros ídolos de Radio 3: Jesús Ordovás, Rafael Abitbol. Diego A. Manrique…

Y al programa iba quien quería y tuviera algo que expresar: a leernos una poesía, expresar una opinión con absoluta libertad, organizar una tertulia junto a unos amigos, cantar una canción con una guitarra acústica, leer un texto propio, publicitar la salida de un fanzine o anunciar un concierto de rock...

Entre aquellas cuatro paredes, en un ambiente tan bohemio, por unas horas nos sentíamos (y creo que lo éramos) realmente libres. Libres de nuestras opiniones y receptores y altavoces de las de los demás.

La policía localizaba nuestra señal y, a menudo, se presentaban en la radio para interrumpir las emisiones y echarnos del local. Nosotros no éramos como «Radio Pica» de Barcelona, que emitía desde un vehículo para no poder ser localizada. Si eso ocurría, tras discutir y cabrearnos, cerrábamos... pero regresábamos al día siguiente o en cuanto podíamos (no siempre era tan fácil) para continuar emitiendo. En alguna ocasión, la policía (asqueada de que no les hiciéramos ni el más mínimo caso) precintó el local e incluso en una ocasión decomisó todo el equipo y parte del material musical para evitar que continuáramos. En esos casos estábamos un corto periodo de tiempo sin emisión, buscábamos un nuevo local y empezábamos de nuevo.

Durante muchos años, y hasta que la emisora se normalizó, hicimos realidad nuestros sueños de mantener viva una de las pocas emisoras libres de nuestro país, haciendo además realidad un deseo compartido por mucha gente de nuestra ciudad (disponer de un medio no manipulado ni política ni económicamente por nadie y regido como un colectivo cultural).

Siempre recordaré a todos los que ayudaron a mantener vivo (contra viento y marea) aquel sueño; especialmente a Rafa, a Marià, a Marisé, a Jordi B., a la gente del Popola...

Un sueño que hoy sigue vivo, a pesar de no tener nada que ver con el de entonces. Un sueño que hoy, ya institucionalizado, continúa luchando por ser «diferente».

miércoles, 5 de marzo de 2008

Un fragmento de la novela

Ayer me enviaron las pruebas de maquetación de la novela para que diese el visto bueno. Aún hay que pulir algunos detalles, pero están dentro de lo razonable y parece que dentro de poco tendremos el libo entre las manos. Creo llegado el momento, entonces, de dar un adelanto. Os ofrezco la lectura de un fragmento que pertenece al primer capítulo. Ahí va.


Andrés llevó barbas de izquierdoso durante años y, poco a poco, inundó de chapas las solapas de una gabardina que le prestaron y que llevó también durante años. Ahora está casado, trabaja donde puede y se dedica a observar cómo es el mundo que un día tendrá que dejar a sus hijos. Piensa un poco y después dice: «Desde luego, estaba todo muy mal. Por las mañanas, los bares estaban llenos de jóvenes como nosotros que buscaban empleo en los periódicos. Daba igual lo que dijese el gobierno, porque no había trabajo ni había porvenir a corto plazo ni había nada. Y sí había, por ejemplo, terrorismo. Había a patadas. Terrorismo de derechas y de izquierdas, para dar y vender: la eta, el grapo, la Triple a, el Batallón del no sé qué y la madre que los parió. Hasta la fecha, los que habíamos sido educados por curas franquistas sólo sabíamos relacionar el terrorismo con las izquierdas. Eso nos enseñaron. Pero la democracia aportó nuevos puntos de vista y, así, recuerdo un artículo de una revista que me abrió los ojos. Decía que el terrorismo era un método y que, por lo tanto, no podía ser algo propio de la derecha o de la izquierda. En todo caso, da igual. La gente todavía creía que era posible resolver los problemas a estacazos, como si no hubiese cambiado nada desde la guerra civil y bastasen dos brazos y un par de güevos para enfrentarse a un ejército. Eso, en cuanto a lo que se respiraba en la calle. Porque, mientras tanto, en los despachos de algunos generalazos iba tomando forma la amenaza de un golpe de Estado. O sea que sí, vaya, que estábamos en el paraíso.

»Conocí a Julio en uno de esos bares mañaneros de cafés con leche y jóvenes buscando empleo en los periódicos. Yo era uno de ellos. Él no, claro: había ido a parar a ese bar por pura casualidad, después de haber pasado la noche de juerga en La Pista y a puerta cerrada, según me dijo después con aires de privilegiado. Yo no había estado nunca en La Pista. Hasta que conocí a Julio, para mí la vida había sido una lucha constante de ricos contra pobres, de empresarios y trabajadores envueltos en conflictos que algún día, por esa lógica de la justicia que no sé de dónde sacaron los teóricos de izquierdas, se resolverían a favor de los trabajadores. Yo había heredado el compromiso social de mis padres. O de mi madre, debería decir, porque mi padre se fue literalmente a por tabaco cuando yo era pequeño y no volvimos a verle el pelo. Fue mi madre quien nos educó. A mí y a mis siete hermanos. Pero por aquel entonces nadie imaginaba que la música, el alcohol y las reivindicaciones políticas pudiesen ir de la mano, no sé, habría parecido poco serio. O sea que, cuando Julio me habló de política y de drogas como si semejante combinado estuviese en boca de todo el mundo y fuese lo más normal, empecé a sospechar que el camino no era uno, que había muchas sendas que antes no veía para llegar al mismo sitio y que quizás había llegado la hora de variar de trayectoria. También pensé que ese tío estaba loco, claro, y que yo lo estaba más por escucharle. Pero el suyo no era el discurso de un majara o de un borracho que aún no ha vuelto a casa. Tenía coherencia, había sido meditado con calma, en otro ambiente y con otro cuerpo, seguro.

»El caso es que la conversación de Julio me cautivó o, por lo menos, me sacó de esa rutina de tomar el café con leche y mirar los periódicos sin motivación, por inercia o por no sé qué pretensiones de ganarse uno la vida. Y eso que no hablamos mucho aquella mañana. Como he dicho, Julio había pasado la noche en blanco y a cada rato caía en una especie de sopor que le impedía seguir el hilo de la conversación, cerraba los ojos unos instantes y la cabeza se le iba sobre un hombro o sobre el otro, como si el cuello no pudiese aguantar el peso. Pero luego se despertaba y en algunos momentos volvía a la cuestión con una lucidez que llegó a sorprenderme. ¿Cómo era posible que ese tío, a esas horas y sin dormir, pudiera sacarse de la manga semejante precisión y ese tino en sus apreciaciones? Hablamos hasta el mediodía. Después, cuando Julio se fue, empecé a pensar en muchas cosas y me di cuenta de que podíamos haber estado hablando durante horas, días enteros o incluso meses y aún nos habría quedado mucho por hablar. Estaba seguro de que volveríamos a vernos y así fue, claro.

»Pero no. Yo no pertenecí al grupo. Al menos, no en sentido literal; no como pudo pertenecer Isabel, por ejemplo, que se integró más y llegó a convivir con ellos y a participar en algunas movidas, digamos, de cierto peligro. Yo seguía viviendo en casa de mi madre y, si es verdad que me juntaba con ellos cuando tenía el fin de semana libre, siempre supe dónde estaba mi sitio. O sea que no. El grupo estaba compuesto por Julio, Gonzalo y Antonio. Quizás Isabel, no sé, pero nadie más. Era un grupo distinto a los demás grupos de amigos que he conocido en mi vida. Si Julio, Gonzalo o Antonio estuvieran aquí, negarían que hubiesen formado parte jamás de ningún grupo. Y hasta es posible que Julio se indignase, sacase pecho y tratase de lavar la afrenta a la tremenda, como acostumbraba a reaccionar en ese tipo de situaciones.

»Eso me trae a la memoria la segunda vez que Julio y yo nos vimos. Fue en el Colores, unos días más tarde. Eran las diez y media de la noche, esa hora tonta en que la gente decente se iba a cenar y los de siempre nos quedábamos a la espera en los bares. Julio estaba en una esquina de la barra y yo estaba al otro lado. Llegué a creer que Julio había olvidado nuestro primer encuentro, porque no me saludó al entrar ni me prestó la más mínima atención durante una media hora larga. Se sentó allí, en la esquina, y sólo abrió la boca para pedir de beber. Yo sabía que Julio estaba haciendo tiempo hasta la hora en que abriesen las puertas de La Pista y que, por lo general, después de beber unas cervezas en el Colores iba a otros locales para encontrar a sus amigos. O sea que no dije nada. De pronto, Julio acabó la última cerveza de un trago, pagó y, al pasar junto a mí para salir del bar, me preguntó:

»—¿Vienes?

»Así, sin dar más pistas. Pero yo no tenía nada mejor que hacer y fui con él, claro. En la calle hacía calor y se oían las voces y el ruido de los cubiertos y los platos de los que estaban cenando en las terrazas de los apartamentos.

»—¿Dónde vamos?

»—Al Cientocuatro —dijo Julio, y echó a andar.

»¿Al Cientocuatro?, pensé. O mucho había cambiado, o el Cientocuatro era un bar de pijos y de fachas, un lugar feísimo y con un ambiente de cafetería de Facultad de Empresariales. Una vez me equivoqué y entré en plena fiesta de cumpleaños o de puesta de largo o algo así. Bueno, a mí me pareció eso, aunque bien podría ser que esos horteras se divirtieran siempre de esa manera ridícula, como si estuviesen en uno de esos bailes ñoños de adolescentes norteamericanos de las películas, pidiéndose para bailar y bebiendo refrescos de cola. Estuve allí lo justo y me largué a otra parte. Pero aquella noche, con Julio, fue diferente. Para empezar, cuando llegamos sólo estaba el camarero, un tío repugnante que casi se asustó al vernos entrar. ¡Pobre imbécil! Seguro que le robaban el bocadillo en el colegio. Julio pidió dos cervezas y no dijo nada más. Estuvimos ahí, bebiendo en silencio, mientras iban entrando algunos clientes que, nada más vernos, enmudecían por un momento y luego se sentaban lo más lejos posible de nosotros. Creo que pasó una hora. El camarero ya nos servía sin preguntar qué queríamos cuando Julio le hacía el gesto de Dos más con una mano. No sé cuántas cervezas bebimos. ¿Seis? ¿Siete cada uno? El caso es que el bar empezó a llenarse de gente y entonces Julio se levantó del taburete y empezó a pasearse con aires de chulo entre los clientes. Vamos a ver si me explico: no insultó a nadie ni parecía andar buscando bronca. Sólo paseaba, pero estaba claro que podía no haberlo hecho, que podía haberse quedado sentado para evitar problemas y que, en vez de eso, estaba haciendo lo posible por molestar, por ponerse en medio de todo y de todos. El juego funcionó hasta que, claro, dio con uno al que no le debía gustar que le tocasen mucho los cataplines. O sea que, cuando Julio se puso a mirar descaradamente el culo de una chica rubia que concentraba la atención de buena parte de la clientela masculina, saltó un tío enorme gritando “Vas a ver tú, hijo de puta” y, bueno, fue cuestión de un segundo. Hubo un revuelo formidable en el gallinero y por un momento creí que íbamos a salir de allí en camilla, pero nadie tuvo tiempo de hacer nada. A una velocidad pasmosa, Julio cogió una botella por el cuello, la partió contra la pared y el tipo que había iniciado la revuelta se encontró, de pronto, con media botella rota delante de sus narices y la mirada de Julio clavada en sus ojos: “Alguien se mueve y te destrozo la cara”. El tiempo se paró como en una fotografía. Lo vi todo negro. Todo el mundo estaba a punto de matar a alguien y nadie daba el primer paso. Luego, sin dejar de esgrimir la botella, Julio empezó a recular lentamente hacia la puerta y yo le seguí, claro, porque no era cuestión de quedarse ahí ni un minuto más. Salimos y echamos a correr. (Sonríe) Creo que nunca he corrido tanto. Nos refugiamos en el portal de un bloque que ya no existe, cerca del Mercado viejo. Me apoyé en la pared y, mientras trataba de recuperar el resuello, me puse a pensar en lo que acababa de suceder. ¿Para eso me había invitado Julio a ir con él? ¿Para montar un número en un bar de fachas? Le miré. Julio estaba doblado hacia delante, respirando muy fuerte. Me parece que miraba cómo caían al suelo las gotas de sudor desde su barbilla. Le dije:

»—Oye... Tú estás loco, ¿no?

»Julio levantó la vista y estuvimos mirándonos a los ojos sin decirnos nada durante un buen rato. Luego se irguió, encendió un cigarrillo y, después de dar unas caladas profundas, movió la cabeza como diciéndome “Venga, vamos a tomar algo”. No me estaba preguntando si me apetecía. Tiró el cigarrillo casi entero y enfiló la calle en dirección a la zona de La Pista. Aún no sé por qué, le seguí otra vez».

martes, 4 de marzo de 2008

Textos Libres. César (2)

Con tanto comentarista hablando de El Hombre de Pekín, al final he recordado una anécdota de los primeros tiempos del grupo. Fernando aún no era el cantante. Recuerdo perfectamente que él y yo estábamos en no sé qué bar cuando se nos acercó no sé quién y nos dijo que el grupo iba a actuar en un colegio mayor cuyo nombre he olvidado. El caso es que fuimos en calidad de espectadores y también a modo de equipo de seguridad. Los estudiantes del mencionado colegio mayor tenían fama de maleducados e incluso de gamberros peligrosos. Al parecer, los componentes del último grupo que había actuado ante ellos habían salido por piernas para evitar ser linchados.

Vosotros dedicaos a ver el espectáculo y, si pasa algo, empezáis a dar tortas nos dijo un miembro del Hombre de Pekín.

—Bueno.

Desde luego, había muchas posibilidades de que pasara algo. El Hombre de Pekín no era un grupo de música al viejo estilo del Rock’n’Roll, con una puesta en escena agresiva y unos artistas de brazos musculosos y tatuados. Muy al contrario, los componentes del grupo salían a escena disfrazados de hombres prehistóricos, estaban más bien raquíticos y, pese al ritmo acelerado de la mayor parte de temas, de ninguna manera podía hablarse de agresividad musical o cosas por el estilo. Nada más ver la estampa de algunos de aquellos estudiantes peinados con brillantina comprendimos que podía haber problemas. Eran niños pijos salidos de colegios masculinos y con una musculatura conseguida tras muchas horas de gimnasio.

—Será cuestión de repartir leña —dijo Fernando.

El teatro donde iba a tener lugar el espectáculo era muy acogedor, con su escenario y sus filas de asientos siguiendo un diseño a la antigua, pero no disponía de más salidas que la que también servía de entrada. Eso nos dejaba en una situación clara de indefensión. Fernando ya estaba buscando una barra de hierro o, en su defecto, algún otro objeto que también sirviese para abrir cabezas. Montamos la escena, el tinglado de cables y lo demás, y esperamos hasta que empezó a llegar el público.

Desde luego, entraban con ganas de guerra. Fernando y yo cazamos al vuelo ciertos comentarios que hablaban de la bronca que iban a armar si no les gustaba la actuación. Y para qué nos íbamos a engañar: eso era lo más probable. En cuanto vieran al Xavi disfrazado de Jefe de la Tribu se lanzarían sobre el escenario como lobos sobre corderitos. O sea que nos preparamos para rechazar a aquellos bestias. Pero no hizo falta.

El Hombre de Pekín abrió la sesión con un tema marchoso para calentar el ambiente. Vi de reojo cómo se relamían los que tenían más pinta de folloneros entre los estudiantes. Y entonces pasó. El Jefe de la Tribu lanzó al público unos objetos que debían provocar un efecto de niebla tranquila en el patio de butacas y todo el local empezó a llenarse de un humo brutal que hizo llorar y salir corriendo a los estudiantes. Y es que el Jefe se había equivocado al comprar y, en lugar de hacerse con dos inofensivos efectos especiales, había adquirido un par de auténticas bombas de humo que, en un local pequeño y cerrado como aquel, se convirtieron en un arma propia de salvajes. Los estudiantes, en el exterior del local, no podían entender de qué iban los tíos esos que, vestidos ridículamente de hombres prehistóricos, les habían hecho huir como a nenas. Uno de los cabecillas más radicales me preguntó, con los ojos llenos de lágrimas:

—¿Esto forma parte del espectáculo o se les ha ido la mano?

—¿Si se les ha ido la mano? ¡Qué va! ¡Ahora empieza lo fuerte!

Les encantó. Un momento después estaban todos bailando en el interior del teatro al son de los ritmos del Hombre de Pekín, en medio de un ambiente irrespirable a causa del humo y locos como cabras de alegría.

El grupo fue contratado de nuevo por aquel colegio mayor. Los estudiantes de la brillantina y los músculos de gimnasio no se lo habían pasado mejor en su vida.

—La próxima vez vendré con un lanzallamas —dijo el Jefe de la Tribu.

lunes, 3 de marzo de 2008

Textos Libres. Mar (2)

Mar envía otro texto. Creo que es evidente el papel que jugó la música en la vida de los que éramos jóvenes durante los años de la Transición. Entre otras cosas, Mar habla de sus gustos musicales, que no coinciden con los de todos los colaboradores que han ido escribiendo aquí, pero que confirman ese protagonismo de lo musical. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com.


Después de leer a JADQS, me han entrado ganas de explicar cómo viví yo ese mismo ambiente musical que está explicando él.

No sé por dónde empezar.

Bueno, sí, creo que empezaré explicando que la naturaleza me ha tocado con la varita dotándome de algo que los entendidos llaman «oído absoluto». Gracias a ese don, he vivido y he «sufrido» la música siempre de manera intensa, y aquellos tiempos, para mí, fueron muy controvertidos.

Lo que explica JADQS lo viví en primera persona. Cuando tenía 15 años, o sea en el 74, empecé a tocar la guitarra. Mis tres hermanos y yo aprendimos prácticamente a la vez. Mi madre (música extraordinaria donde las haya) nos enseñó un par de acordes y lo demás lo pusimos nosotros con talento natural y entrega. Tocábamos guitarras españolas e improvisábamos blues y demás «aires». Mi hermano Jorge se encargaba del bajo, Pepe de los solos, melodías y adornos, y yo hacía la parte rítmica. Fernando, aunque también tocaba la guitarra, lo que más hacía era cantar, y ¡cómo cantaba! Yo me pasaba el día traduciendo en acordes las canciones que nos gustaban y que luego tocábamos todos. Pepe era el creativo; componía.

Con Carlos Segarra, el cantante de «los Rebeldes», también compartimos buenos momentos musicales. Iba a la misma clase que Pepe y nos quedábamos atontados escuchándole versionar rock and roll.

Por aquellas fechas conocí a unos chicos de mi edad que habían formado un grupo. Se llamaban «Red sun», ensayaban en el Ayuntamiento de Las Corts y amenizaban las fiestas del barrio. David Biosca, el batería, es el único que se dedicó profesionalmente y que aún hoy lo sigue haciendo. Era un apasionado del heavy metal. Yo siempre estaba con ellos. Ayudaba al bajista y al solista a afinar los instrumentos porque tenían alguna pequeña dificultad para hacerlo ellos y mi fino oído no podía soportar la desafinación. También me pedían que les ayudara a encontrar acordes de canciones que querían versionar. Esa fue mi pequeña contribución al grupo. Siempre acompañaba al manager a buscar bolos. Cuando no había ensayo íbamos a casa de alguien a escuchar música. ¡Había tanta música buena por escuchar en aquella época! En esos tiempos, conocí muchos grupos y recorrí muchos locales de ensayo.

Después Pepe formó, junto con todos los músicos que se han mencionado en el
blog, «El hombre de Pekín», y yo estaba cerca, pero aparte.

Siempre he pensado que, dada mi condición y pasión para y por la música, debería haber participado activamente en alguno de los grupos con los que me relacioné, pero hubo dos circunstancias que creo que hicieron imposible que eso ocurriera.

La primera, el hecho de ser mujer. Aunque había algunas mujeres en algún grupo, no era lo habitual, y si las había, su misión era cantar y yo no tenía suficiente voz ni agallas. Ese era un mundo mayoritariamente de hombres. Nunca nadie me propuso que tocara con ellos. Aprovecho para decir que siempre me ha maravillado esa capacidad que tenéis los hombres para reuniros en torno a una afición común y os admiro por ello. Creo que casi todos los «tíos» que conozco juegan al menos una vez a la semana a fútbol con el equipo del bar o de la «Uni» o de antiguos no sé qué.

La segunda circunstancia que hizo que no participase activamente en ningún grupo musical, fue que nunca estaba en «la onda» porque era la única que no me «colocaba». Ambiente musical era igual a droga o alcohol y al final, ya harta de ver
como todo el mundo se autodestruía, acabé alejándome de ese ambiente y, de la misma manera, de la música. Mi querida música.

Por cierto, no sé si hace falta colocarse para hacer buena música; tendríais que ver qué canciones compone ahora Pepe sin necesidad de «tomarse nada».

Pero en aquella época, la gente no se daba cuenta de que se estaba autodestruyendo. Yo siempre asocié alcohol y droga a destrucción y decadencia, nunca a vida y crecimiento y, a mí me gustaba lo «vivo». Era una mocosa adolescente y ya lo veía así. La parte buena del asunto es que conocí a mucha gente que valía la pena y que ahora tengo la suerte de sentir cerca.

¡Qué buena era la música española de los 80! Mis favoritos eran Nacha Pop, Radio Futura, Los secretos y Canovas Rodrigo Adolfo y Guzmán, aunque estos últimos eran más bien de los 70.

Pero sobre todo la música de los 70. Aquello sí que fue una explosión de creatividad. El rock sinfónico me encantaba: King Crimson, Jethro Tull, Magna Carta, Genesis, Allan Parsons Proyect, Pink Floid, Emerson Lake and Palmer, Camel... Y tantos interprétes buenos de folk y country como América o James Taylor. O de Rock duro , DeepPurple, Led Zepelin... En fin, esto solo es una muestra. Me dejo mucha gente buenísima. La música internacional de los 80 tampoco estuvo mal: Police, Electric Light Orchrestra...

Hoy en día toda la música suena igual. Me pregunto si es que ya no se colocan los músicos.

sábado, 1 de marzo de 2008

La lucha de los institutos en La Transición

Tendría yo quince o dieciséis años cuando me matriculé en un instituto de Barcelona que, por aquel entonces, era el abanderado de las huelgas y demás luchas revolucionarias de la ciudad. Fue pura casualidad. El centro más cercano a casa estaba hasta arriba y quiso el destino que encontrase una plaza en un instituto que estaba a tres paradas de metro y cuya fama, por cierto, llegaba bastante más allá. Un primo de no sé quién que tenía algo que ver con el Ministerio de educación dijo, cuando mi madre le pidió informes:

¿Va a ir a ese instituto? Ahí va lo peor de lo peor.

Bueno. Quizás no fuese para tanto. Yo salía de un colegio religioso de los de entonces, con su mandanga franquista y todo eso, aunque exento de la parafernalia que suelen adjudicar a esos colegios los que jamás estudiaron en ellos. Es cierto que los profesores de gimnasia eran militares y que nos hacían marcar el paso en el patio, pero jamás canté el Cara al Sol ni estaba la foto de Franco sobre la pizarra. Supongo que eso fue antes, en la época de mis hermanos. En cualquier caso, el instituto que me había tocado en suerte era muy diferente. El hecho de compartir aula con seres del género femenino se me hacía una novedad alucinante y más que atractiva. Estamos hablando del año 1977. La enseñanza mixta no existía en los centros privados; sólo en los públicos, y no en todos.

En esos años turbulentos estaba de moda que los estudiantes se involucraran en la lucha política. Los universitarios se enfrentaban regularmente a las fuerzas del orden en unas manifestaciones que, por lo general, tenían un sentido. Pedían amnistía, libertad y todas esas cosas que ahora hemos cambiado por una seguridad que, en muchas ocasiones, no nos sirve para nada. Pero el caso de los estudiantes de instituto era muy distinto. No sé si a causa de mi carácter o por alguna otra razón, en seguida me nombraron delegado de curso y, en consecuencia, debía acudir a las juntas de delegados para decidir lo que en esos momentos se terciase. Recuerdo muy bien la primera reunión. Entraron dos tíos en el aula sin llamar y, sin importarles un pepino haber interrumpido la clase, dijeron: Que salga el delegado. Hay junta. Miré al profesor, éste hizo un gesto con la cabeza y me dirigí a donde me indicaron los dos pollos. El aula donde se celebraba la reunión estaba tan llena de gente como de humo. Ahora me extraña, pero entonces no. Y no me extrañó porque entonces estaba permitido fumar en clase. O sea que, con mayor razón, tenía que estar permitido fumar en una muy intensa y revolucionaria reunión de delegados. Acabáramos. Creo que la cosa fue así. Un tío se subió a una mesa envuelta en humo de tabaco y dijo: ¿Estamos de acuerdo? Todos dijeron: ¡Sí! Y el pollo gritó: ¡Pues huelga indefinida! Palabra de honor que la huelga duró tres semanas y nunca supe por qué la hicimos. En cierta ocasión mantuvimos tres días una huelga porque un bar cercano al instituto había subido un duro los bocadillos. Y en otra dejamos de ir a clase porque un alumno se había pillado una mano en la puerta del metro. Era una revolución muy extraña, aunque también hubo veces en que la cosa pintó de otro modo.

Por ejemplo, cierto día entraron al edificio dos docenas de guerrilleros de Cristo Rey y empezaron a largar cadenazos y hostias de todo tipo a diestro y siniestro. En seguida bajaron los mayores o sea los de COU y 3º de BUP y consiguieron ponerlos en fuga tras una batalla tremenda. Recuerdo que también hubo follón un día en que a alguien se le ocurrió colgar una bandera republicana del mástil del balcón del instituto. Se trataba de un acto muy grave. Las cosas no estaban para bromas de ese calibre y llegó una dotación de la policía para solucionar el asunto.

Pero el día que recuerdo una mayor intensidad en el centro fue cuando alguien llamó por teléfono diciendo que había puesto una bomba. Estábamos en clase, como siempre. De pronto se abrió la puerta, asomó la cresta un tío con el careto desencajado y gritó: ¡Han puesto una bomba en el instituto! ¡Desalojad las aulas! ¡Todo el mundo a la calle! Aquello fue una desbandada general. Eché un vistazo por la ventana y vi que en la calle había unos cuantos policías intentando poner orden. Los estudiantes salían en tromba, a mares. O sea que olvidé la ventana de las narices y también eché a correr. Bajé los escalones de tres en tres o de cuatro en cuatro, no sé, pero los bajé a toda leche. Y una vez abajo, después de reunirme con los amigos que, por cierto, se habían sentado frente al instituto para ver cómo saltaba el edificio por los aires, recordé que me había olvidado algo en el aula: la cazadora cruzada de cuero que acababa de comprarme. De modo que a correr otra vez, pero hacia arriba. Una cosa era una amenaza de bomba y otra dejar la chupa en el respaldo de la silla para que se la quedara cualquier gilipollas que no se hubiese creído lo de la bomba. Porque hubo quien no se movió de su asiento por mucha bomba que dijeran haber puesto. En cuanto llegué al aula me di cuenta. Un grupo de cinco individuos e individuas se habían quedado en clase con el profesor de latín y, cuando entré, estaban repasando no sé qué declinación. Pero la cazadora estaba en su sitio. Uuuuuuuf. La cogí, di la vuelta y, de nuevo como un rayo, bajé los escalones hasta la calle. Los amigos ya se habían ido al bar y, como a fin de cuentas yo tampoco acababa de creerme lo de la bomba, fui tras ellos a meterme un vermú entre pecho y espalda. El instituto no estalló, claro. Pero pudo haberlo hecho. Lo tremendo del caso es que a nadie le habría extrañado que alguien hubiese puesto una bomba en un centro de enseñanza. Eran tiempos duros, ya digo. Y curiosos.