jueves, 21 de febrero de 2008

Este mundo y el de antes

En la Facultad de Derecho aprendí que, por muy duras que sean las penas, los delitos no disminuyen. En Estados Unidos o en China hay pena de muerte y cada día hay más asesinatos. También aquí, en tiempos de Franco, se puso de moda el garrote vil y, sin embargo, nació la ETA. Y es que quien va a asesinar a otro no piensa en los años de cárcel que pueden caerle: simplemente lo hace. Digo todo esto porque las penas y hasta el acoso social se han endurecido mucho desde la Transición sin que eso haya servido más que para recortar nuestras libertades. Quien hoy se atreva a apartarse un poquito solo un poquito del camino por donde van los demás, estará mucho más marginado que hace treinta años.

Para empezar, en aquellos tiempos no estábamos todos enfermos. Hoy es muy raro encontrar a alguien que reconozca estar sano y que coma de todo. Parece como si la gente necesitara ir al médico, comprar alimentos dietéticos aunque no le hagan falta, consumir sacarina sin necesidad, pan sin sal, leche sin nata, tortilla sin nada y café sin café. Algunos supimos verlo en los años ochenta. Dentro de poco seremos como los yanquis, decíamos, que necesitan ir al psicoanalista para saber que no necesitan ir al psicoanalista. Creo que el truco estaba en no dar demasiada importancia a las cosas.

Recuerdo que, por ejemplo, cualquiera podía ver un programa de televisión si así le venía en gana y nadie ponía en duda su fuerza de voluntad o su libertad de opción. Hoy no. De ninguna manera. Si alguien sigue una serie o le gusta ver un programa regularmente, se le acusa de estar enganchado; es decir, de no poder vivir sin su dosis de televisión. Es lo que decía antes: parece que estemos todos enfermos y que, a partir de ahí, siempre haya quien se cuelgue. No obstante recuerdo con claridad la alegría de mi familia cuando, después de cenar, nos sentábamos ante la tele para ver las primeras emisiones del programa Un, Dos, Tres. Esperábamos ese momento durante toda la semana. Al día siguiente lo comentábamos con los amigos, que por supuesto también lo habían visto. Y a nadie se le ocurría que todos pudiésemos ser unos drogadictos.

De alguna manera, esa asepsia vital a la que hemos llegado y que nos oprime sin que podamos hacer nada para remediarlo, ya estaba reflejada en ciertas novelas de Ciencia Ficción. La mezcla entre Un Mundo Feliz, de Aldous Huxley, 1984, de George Orwell, y Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, nos ofrece una panorámica del mundo actual. Hoy está todo prohibido, se aparta cívicamente lo que pueda molestar y vivimos siguiendo la pauta que nos imponen y sin quejarnos. Muchos ni se dan cuenta.

Hasta unos años después de la Transición fuimos los dueños de nuestras ciudades. Los bares, los cines y demás locales de ocio estaban abajo, en la esquina, en la calle que utilizábamos por la mañana para ir a estudiar o al trabajo. Nadie nos imponía la necesidad de alejarnos del centro de la ciudad para meternos en la falsedad de un espacio creado a propósito para bailar, beber y hacer ruido. Ahora está todo parcelado. Aquí se duerme, allá se trabaja, más allá se baila y que nadie se atreva a alterar el orden de las cosas.

Todos sabemos que el tabaco no es bueno para la salud. Pero es inmoral criminalizar a los fumadores y, por supuesto, azuzar a las masas para que los marginen. Quien quiera fumar, que fume. Así era hace treinta años, cuando la doble moral aún no estaba tan extendida ni se tenía por algo natural e incluso bien visto. El gobierno conserva el monopolio del tabaco y, a la vez, organiza campañas para combatir su consumo. Y nadie se queja. La gente solo hace valer sus derechos en situaciones que tiempo atrás habrían pasado inadvertidas. Hace un par de días supe de la denuncia que una madre había puesto al conductor del autobús escolar por haberle visto comprando una lata de cerveza en un supermercado. Me da igual si ese caso en concreto tuvo su razón de ser o fue solo un delirio de la denunciante. Están consiguiendo que seamos los vigilantes de nuestros vecinos, la policía civil, el somatén del siglo XXI. A cada paso que damos se mezclan de nuevo las tres novelas que antes he mencionado.

Y es que, además, en las calles hay un millón de cámaras que espían nuestros movimientos; las tarjetas de crédito dejan nuestra firma allá donde vamos; los paseos por Internet son como confesiones de nuestros gustos, nuestras tendencias y hasta nuestros vicios; el correo electrónico, casi sagrado hasta hace poco, es examinado por supuestas razones de seguridad; los teléfonos móviles también se han vuelto contra nosotros y van dejando nuestro rastro; el GPS anula el romanticismo de vernos perdidos de vez en cuando; los satélites fotografían sin pausa el planeta y controlan los movimientos de los enemigos de ciertos gobiernos; la Justicia está colapsada de montones de denuncias por nada; la atmósfera ha sido dañada y nos protegemos del sol poniéndonos crema y mirando a otro lado; los ricos son mucho más ricos; los pobres son mucho más pobres… y el mundo está totalmente de acuerdo en que sea así. Tenemos miedo. Hemos sacrificado nuestra libertad a cambio de una seguridad que, además, no nos garantiza nada.

Las revueltas políticas, las manifestaciones, eran una manera de hacer saber al gobierno que algo iba mal. Los de arriba tomaban en serio esas demostraciones de malestar y actuaban, bien ordenando una carga de la policía o bien sentándose a negociar con los representantes de la movida. De un modo u otro, se tenía en cuenta la iniciativa de los ciudadanos. Desde principios de los noventa he visto varias huelgas generales. En ningún caso se ha conseguido nada. Las autoridades no han movido una pestaña para hacer frente a las protestas ni para valorarlas y hablar. No han dicho nada y, en consecuencia, las quejas han pasado sin pena ni gloria y los problemas a resolver no se han resuelto. Es como la democracia tal y como hoy en día está planteada. Habla tú, lee lo que tienes escrito y luego leeré yo lo mío. Sólo tenemos derecho a exponer. En lo referente a que se nos escuche, nada. Y en cuanto a tratar de evaluar y comprender lo que dice el otro… bueno, podemos hablar de otra cosa.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuánta razón tienes en todo lo que dices!
Ojala toda la humanidad se diera cuenta y pudiésemos actuar todos a una.
Lo que tú estás denunciando, es un problema que aunque nosotros parecemos vivirlo de manera más acusada en los 90 y por contraste con los 80, responde a un problema a nivel mundial gestado hace tiempo. Es un proceso que empezó en el siglo XIX con la revolución industrial.
Hemos cambiado el humanismo por la cosificación. Las personas ya no tienen valor, solo lo tienen las cosas.
En lugar de aprovechar los adelantos tecnológicos para tener una vida más fácil, hemos idolatrado las cosas que la tecnología nos podía ofrecer hasta hacerlas prevalecer por encima de los valores humanos.
Se ha buscado la efectividad y la productividad como fin en sí mismo.
y así nos hemos ido convirtiendo en piezas de un sistema que no funciona para hacer feliz a nadie. El hombre independiente está siendo sustituido por el hombre organizado, que recibe órdenes y las da.
Las cosas, el poder o la fuerza, no hacen felices a los ricos que lo han conseguido y están arriba y los pobres están perdidos sin poder actuar porque están sometidos al sistema y carecen de poder.
¿Sabíais que en 1966 Erich Fromm propuso una conferencia mundial al Papa y a otras tantas personas influyentes para tratar de todos estos problemas que César está denunciando aquí y otros relacionados con el fin de las guerras y los armamentos nucleares y así conseguir un nuevo mundo?
El creyó que debía de ser el Papa quien (debido a su autoridad y prestigio mundial y a que había declarado que la paz era necesaria y que se había dirigido a todos los pueblos en un espíritu por encima de todo partidismo) la convocara y que los participantes tuvieras un peso intelectual y moral que no había habido en ninguna declaración anterior.
Reconocía que su propuesta sugería un procedimiento no seguido nunca por la Iglesia y que un posible fracaso, encerraría para el Papa el peligro de una derrota diplomática pero creía que la Iglesia católica en cuanto es una organización universal, supranacional y suprarracial, tenía derecho y quizá la obligación de dar un paso audaz.
El proponía que el Papa invitase a una pequeña comisión a proyectar la conferencia (no religiosa) y que esta comisión se escogiese sin acepción de nacionalidad ni de filiación religiosa o política.Y que en la conferencia se hiciesen propuestas concretas.
El creía que quienes habían suscrito las conferencias mundiales habidas hasta entonces, no habían tenido suficiente autoridad para ser oídos y obtenido respuesta de los que mandaban.
Bueno, pues tres meses después de lanzar su propuesta, y de haber sido ésta aceptada por mucha gente de prestigio social, intelectual y moral reconocido, dirigió una carta a alguien en la que decía "habremos de reconocer la realidad de que el Papa no va a hacer nada".
No es que me haya ido por los Cerros de Ubeda. Digo todo esto porque, si este gran pensador y activista no lo consiguió, ¿qué tiene que pasar para que ocurra un cambio que toda la humanidad estamos necesitando?

Anónimo dijo...

llegó el comandante y mando a parar... César tu ritmo de producción es incompatible con mi jornada laboral. voy a tener que coger vacaciones para ponerme al día.
Pasa de Fidel y no pares.

Anónimo dijo...

Bueno: me parece , por lo que expones, que cada vez tenemos más miedo a perder nuestras deudas. Porque es lo poco que nos queda: deudas. viviendo a crédito, cómo se puede ser valiente y libre? Cuando de verdad eramos pobres, es decir, no teníamos ni deudas, todo nos daba tanta risa como rabia y pena. porque, mira que nos llegabamos a reir.
Tal vez haya una cuarta peli de ciencia ficción que exprese lo que la sociedad está esperando "alas sobre el mundo". pero cuidado. el 7º de michigan igual no trae lo que algunos esperan.

Anónimo dijo...

qué triste!
er jose