martes, 19 de febrero de 2008

Textos Libres. Fernando G

Fernando G recupera las movidas políticas callejeras de la Transición en un texto que nos ha enviado. En uno de los primeros artículos de este blog ya dije que, durante la Transición, los encontronazos entre fachas y rojos fueron muchísimo más habituales que la esporádicas acciones violentas de los skins de hoy en día. Casi todos los que vivimos aquello nos vimos envueltos, por lo menos una vez, en alguna de aquellas situaciones. Fernando G se suelta escribiendo, y se nota que todo es verdad en el estilo que tiene al contárnoslo. Ya dijimos que quien quiera puede contar sus experiencias durante la Transición y publicarlas en este blog. Basta con enviar el escrito a: cgalianoroyo@gmail.com


Hace tiempo que tenía ganas de entrar y contar alguna cosa sobre aquellos turbulentos aunque, desde luego, nada aburridos años. Lo cierto es que soy de los que han tenido el privilegio de leer la novela de La Generación Inexistente y ello ha hecho que se abrieran los «cajones secretos» de mis recuerdos. Cosas, hechos y anécdotas que tenía, si no olvidados, sí relegados a los profundos laberintos de mi memoria, van aflorando poco a poco. Quién sabe hasta dónde llegarán.

Lo que voy a contar pudo suceder en el año 1977 o en el 78, no lo recuerdo con exactitud, pero yo tendría por entonces 20 ó 21 años y aún militaba en EL PARTIDO; o sea, en el PCE.

En la ciudad norteña donde vivía en aquellos años, nuestros grupos, pandillas, cuadrillas, en fin, todos los que pensábamos de una forma parecida, parábamos por los mismos bares y zonas, eso sí, bien separaditos de las «zonas fachas», y aunque en ocasiones los encuentros eran inevitables, la cosa no pasaba de unos cuantos tortazos y puñetazos. Al fin y al cabo era una ciudad pequeña y todos nos conocíamos o habíamos ido juntos al instituto en muchos casos. La cosa solo se complicaba cuando los «guerretas» (GUERRILLEROS DE CRISTO REY) venían de fuera, y eso sucedía de vez en cuando. Después de todo, aquello era la capital de la provincia, ZONA NACIONAL, como lo llamaban ellos, y allí se movían a sus anchas.

Por aquellos tiempos los bares cerraban muy temprano y eso hacía que, cuando chapaban todo en EL ANTIGUO, muchos nos moviéramos hacia El Alcor, un bareto de barrio que, a puerta cerrada, recogía a todos los despojos de la noche. Allí había de todo, putas al final de su jornada, policías, quinquis, rojos, algún falangista local que se había perdido... vamos, toda una fauna que en cualquier otro lugar habría sido imposible; pero se mantenían las distancias. El Alcor era tierra de nadie y se respetaba una especie de tregua no escrita... hasta aquella noche.

Sobre las cinco de la madrugada salíamos del bar El Josmi, su hermano Roberto y yo. Echamos calle abajo y no habíamos recorrido ni treinta metros cuando oímos aquellas voces, «¡Hijos de puta! ¡Rojos! ¡Josmi, cabrón, estás muerto!», o algo parecido. El Josmi era muy conocido (con el paso de los años llegó a ser un alto cargo en la Sanidad Autonómica del Gobierno Socialista). Cuando nos volvimos a mirar qué pasaba vimos a un montón de «guerrilleros» bajarse de dos furgonetas y empezar a repartir hostias a todos o a casi todos los que salían del Alcor. Los maderos se habían esfumado, claro.

Volver arriba quedó rápidamente descartado. Seis u ocho de aquellos animales nos cortaban el paso y venían derechos a por nosotros con las porras en la mano. En décimas de segundo lo tuvimos claro. Ellos estaban frescos, eran robustos e iban armados. Nosotros estábamos colocados, éramos tres y, la verdad, no teníamos dónde llevar una hostia en aquel momento. Así que hicimos lo que teníamos que hacer: correr.

Mientras corríamos comentábamos la situación con voces entrecortadas. Habíamos visto quién daba las órdenes a aquellos energúmenos. Era «El Garfunkel», un pijo de la vecina ciudad con muy mala leche y bastante peligro (el mote le venía por su parecido con el inefable «ART»), y eso quería decir que nuestros perseguidores eran de allí, donde había dos o tres grupos de guerrilleros bastante más duros que nuestros fascistas locales y con los que ya habíamos tenido algún encontronazo.

Corrimos como locos hasta que nos dimos cuenta de que estábamos solos. Nadie nos perseguía, así que aflojamos el paso y poco a poco nos íbamos tranquilizando cuando, al doblar una esquina, apareció al fondo de la calle una de las furgonetas que rápidamente enfiló hacia nosotros. Vuelta a correr, y esta vez bastante más acojonados. Si a nosotros tres nos dedicaban toda una furgoneta, estaba claro que también nos querían dedicar un poco de su tiempo... a solas. La cosa tenía muy mala pinta.

Atajamos por el viejo campus de Ciencias, metiéndonos por vericuetos entre las facultades por donde la «furgo» no podía pasar, dimos vueltas para arriba, para abajo, y nos escondimos entre los edificios, siempre sin perder de vista a los fachas que, a su vez, daban vueltas por los alrededores sin atreverse a bajar del vehículo. No conocían el terreno y éste era un verdadero laberinto de callejas y pasadizos donde era sabido que más de un «gris» había salido malparado en alguna manifestación.

Pasado un buen rato se largaron y nosotros pusimos pies en polvorosa en dirección a La Argañosa, nuestro barrio, nuestro refugio, donde nada podía pasarnos. Error. Íbamos Argañosa abajo cuando la puta furgoneta volvió a aparecer. ¡Joder!, aquello era increíble. Otra vez a correr, a buscar los callejones oscuros que nos ocultaran de su vista... claro que ahora estábamos en el barrio, nuestra zona de juego de cuando éramos niños, las calles que pateábamos todos los días, nuestro paisaje, vamos, y ahí teníamos mucha más ventaja, incluso, que en el campus de Ciencias, aunque eso no nos quitaba del todo el susto que llevábamos encima.

Al final la cosa se resolvió como se resolvían muchas de estas situaciones en aquella época, incluso en los enfrentamientos con los «grises»: un portal abierto. Nos colamos dentro, cerramos la puerta, nos sentamos en la escalera y aún los oímos pasar por delante un par de veces, pero estábamos a salvo. Miramos el reloj y vimos que eran poco más de las seis de la madrugada; o sea que no había pasado mas que una hora desde el primer encuentro. A nosotros nos parecía que habían pasado siglos.

Estuvimos allí sentados hasta que fue haciéndose de día y empezamos a oír el ajetreo del barrio comenzando una nueva jornada. Entonces salimos, aún con mucho cuidado, pero evidentemente ya no estaban.

Nos encaminamos al bar de Julio y por fin, con un café delante, nos miramos y respiramos. Luego, a dormir.

Estas cosas y otras parecidas pasaban bastante a menudo en aquella EJEMPLAR TRANSICIÓN, pero eran «menudencias», se decía.... Sin embargo, de pequeñas «menudencias» se compone la historia.

DEDICADO A JOSE CARLOS, QUE ESTABA EN EL OTRO LADO.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Debo decir que aunque estuve en multitud de manifestaciones y que formé parte de algún grupo de chavales que hacíamos pintadas nunca me vi envuelto en peleas con los "rojos" tal vez por mi corta edad de los (15 a los 17), si estuve en el valle de los caidos con mi padre incluso una vez que vino Blas Piñar a Barcelona formé parte de la seguridad rodeando el coche junto a mi tio(policia nacional), asistí a algún 20N a la plaza de Oriente visité varias sedes de FN,siempre en calidad de hijo de mi padre , que me llevaba a todos estos sitios y tuve oprtunidad de palpar ese mundillo, lo suficiente para poco a poco irme separando del mismo de la manera más simple, debo decir que actualmente soy votante de Esquerra Republicana, creo que con esto quedan claras muchas cosas.
Un abrazo y espero que lo entendais.
JOSE CARLOS

Anónimo dijo...

conozco a José Carlos,
Es una buena persona (qué mejor adjetivo?) .
Mucha otra gente está impregnada desde tierna edad en entornos poco recomendables, y acaban más radicales que sus ancestros.
Eso sí, lo de votar a esquerra sí que no lo entiendo colega!
Será por ir de un extremo a otro ...
Er jose

Ediciones del 4 de Agosto dijo...

Ese Fernando!
anímate y cuéntanos más.